miércoles, 21 de marzo de 2012

Hoy, calderillo

Con tanta estrella Michelín a la cocina española, tanta novedad en los restaurantes y tanta tontería culinaria, estamos dejando atrás los pucheros en la mesa.

En mi particular concurso gastronómico las estrellas de esta historia van para los hombres del pueblo y sus patatas con carne.

A mis diez años, mi padre y los de su quinta rondaban los cincuenta. Han pasado treinta años de aquellos días en los que se comían el pueblo a cucharadas de calderillo y se lo bebían a tragos de vino y sangría. Todo bien cargado. Los platos a rebosar y el gaznate siempre fresco.

El acontecimiento se cocía en el bar, entre chascarrillos, chatos de tinto y partidas de mus. Cualquier día era bueno para montar una comilona en el campo. Mejor, justo antes del día de la fiesta para ir abriendo boca.

Ni Juan Mari Arzak, ni Berasategui, ni el mismísimo Ferrán Adriá saben lo que se cuece un día de calderillo en La Hoya. Ellos se lo pierden, porque la receta de amistad, verano, risas, charla y campo tiene mucho más de bueno que cualquiera de sus platos archipreparados en esos laboratorios de especias imposibles y condimentos extrasensoriales que han convertido sus cocinas en fábricas de sabores, que recuerdan más a pociones químicas que a sabrosas recetas de cocina casera.

Ni mi paladar, ni el de mi padre y sus amigos necesitaba de estos guisos en probeta con hidrógeno como ingrediente para conseguir sabores de ciencia ficción. Lo que gustaba por aquí era un buen plato de cuchara. Lleno hasta los bordes, donde las patatas se pelean con los trozos de carne en litros de espesa salsa naranja pimentón, salpicada de rojos pimientos y verdes guisantes, por hacerse un sitio en la profundidad del resistente y setentón plato de duralex transparente. Si añadimos un toque de espontaneidad, el éxito está asegurado.

Nada de dos patatas con medio guisante y aroma de pimiento con virutas de ternera y esencia de pimentón que sería lo que cualquiera de estos cocineros de alta alcurnia nos servirían a modo de calderillo en un plato infinito adornado con lunares de jazmín o una ramita de vete tú a saber qué hierba.

Así despertaba el pueblo un día cualquiera de agosto.

- Mamá, hoy calderillo, decían los padres para avisar a la manada de que el día sería largo

Y qué revuelo toda la mañana.

Kilos y kilos de patatas yendo y viniendo, la mejor carne, los calderos de cobre, el pan, mucho pan para mojar. Melones y sandías de postre; manzanas, peras, meloconontes, azucar, vino del malo y licores varios para la sangría. También hielo, mucho hielo. Unas enormes barras de hielo que parecían icebergs flotando en aquella poción mágica y que si osabas tocarlas, te quedabas pegada a ellas quemándote los dedos. El agua, directa de la naturaleza, que ya sabían ellos elegir el prao perfecto para el evento. Cubiertos y vajilla de casa y un buen barril de plástico como contenedor de tan refrescante y aturdidora bebida. Aceite a borbotones y sal para poner a prueba las tensiones de nuestros lustrosos hombretones. Y la leña, claro, no podía faltar la leña, imprescindible entonces e impensable hoy que está prohibidísimo hacer lumbre en el campo. Con razón, vistas las consecuencias de algunas risueñas y grasientas fiestas camperas que han acabado en las portadas de los periódicos veraniegos de este país, en forma de devastadores incendios apagados con lágrimas medioambientales.

Cuando por fin se iban cargados con sus cosas, las madres seguían a lo suyo, pendientes de sus casas y su prole. Y cuando llegaba la hora de la siesta, las calles dormitaban perezosas esperando el bullicioso regreso de la marabunta. Al caer la noche la manada estaría reunida aunque algo perjudicada por los excesos.

Los niños teníamos nuestras propias merendolas de nocilla mientras los jóvenes se merendaban a besos y caricias. Nuestras madres, con su santa paciencia, dejaron pasar unos años de comida campera en el calendario en beneficio de sus cachorros, pero poco a poco salieron de sus madrigueras para organizar calderillos paralelos en los que además existía rigor culinario.

Yo nunca estuve en uno de esos calderillos de hombres, ni en uno de mujeres tampoco, o a lo mejor sí pero sólo un rato de niña que persigue a su padres y lo que pasaba en esos días de campo, no lo sé, pero imaginármelo puedo y tú?

Ahora somos otros los padres y madres que montamos sabrosos saraos cargados de cerveza y más. Los abuelos tienen sus aperitivos de mosto y sus merendolas de chocolate y nuestros hijos empiezan a comerse el pueblo a bocados de panceta y sorbos de refrescos sin cafeina.

Habrá que seguir con la tradición, digo yo.



http://www.mis-recetas.org/recetas/show/1078-calderillo-bejarano
colgaré la receta de Casa Pavón que me parece mejor.