viernes, 3 de agosto de 2012

Luces, cámaras...¡Acción! (Toma II)

(...) una luz de película

Aquella noche de mis ventitantos salí a escena después de cenar. Me había preparado a conciencia para echar unos bailecitos en el pueblo de al lado. Se abrió la puerta de casa como si de un camerino se tratase y nada más oir mi nombre bajé las escaleras dejando un beso en el aire para mis padres, que babeaban al verme salir tan mona y conjuntada. Con una sonrisa y un dónde vas con esos tacones, me daban los últimos consejos algo preocupados por el ritmo de la noche.

Salí a la calle muy dispuesta y con mi papel bien aprendido.

- Hola? hola? holaaaa? aaaaaaaaahhhhhhhhh!!!!!!! grité entre risas y desconcierto

La decoración del escenario y la caracterización de mis compañeros de reparto habían cambiado repentinamente: labios morados, caras mortecinas y conjuntos de colores imposibles. Al encenderse el nuevo alumbrado de La Hoya, habíamos sido engullidos por el decorado de una película de miedo.

El estreno no podía haber sido más desconcertante. El efecto de la luz naranja era demoledor. ¿A quién se le habrá ocurrido la idea, por qué no podemos ser un pueblo normal, con luces de farola normales?!. Qué desilusión, tanto tiempo esperando tener una farola en cada esquina y ahora me da más miedo la luz de la calle que la oscuridad más oscura de El Charquillo.

Si la bombilla de mi puerta se creía que iba a descansar, las lleva claras. Por favor, por favor, quiero que mi bombilla me devuelva los colores y la lozanía de mi cara recién maquillada aunque tenga que seguir viendo a toda la pandilla de insectos que revolotea en torno a esa bola gorda incandescente. Ahora seguro que son más los que vienen a adorarla espantados por el naranja mortal de las nuevas luces del pueblo.

No sirvió de nada quejarse al alcalde. Por lo visto era la mejor luz para los días de niebla y la más barata, también.

-Lo que ves es lo que hay y no hay más (Emiliano, siempre tan rotundo)Ya os podéis acostumbrar.

Y claro que nos acostumbramos. Una vez superada la primera impresión y tras comprobar que no íbamos a tener que soplar para mantener encendidos aquellos míseros destellos naranjas que iluminaban sin ganas, recuperamos la rutina veraniega y enseguida nos olvidamos de la rareza de vernos demacrados cada noche después de la cena.

Tanto, tanto me acostumbré que a veces las echo de meos. Sin duda, le daban al pueblo un aspecto entrañable visto desde la carretera. A veces, desde el coche, cuando me atrevía a pasar un fin de semanana al calor de la chimenea en mi maltrecha pero queridísima casa familar, comparaba su estampa con la de uno de esos pueblos de cuento infantil en los que al final se cumple el deseo navideño del pequeño protagonista. Las casas en ruinas parecían más desvalidas con esa luz y despertaba mi melancolía el ver allí el pueblito queriendo lucir guapo en las solitarias y frías noches de invierno. Cuando iba a tomar la última curva antes de entrar en La Hoya, dejaba volar mi imaginación y abría las tapas de un cuento imaginario que bien podía empezar así

Érase una vez un pequeño pueblo blanco con lunares naranjas...