martes, 30 de agosto de 2011

Canuto, el monaguillo.

Todavía hace sol. Estamos jugando por las eras o en el prao de Merce, quizá escondidos en algún maizal, robando manzanas, montando en burro o cuchicheando en Las Peñas.
Una música sale de los altavoces de la iglesia. A veces se oye a Don Manuel llamando a sus pequeños feligreses, que se resisten a dejar sus juegos. Nunca tuvo mucho poder de persuasión, el hombre.
Empieza la novena. Durante nueve días la iglesia abre sus puertas al atardecer para todos aquellos que quieran participar en este ritual religioso que nos lleva al día grande. El último domingo del mes de agosto, en el que el pueblo se engalana para honrar a su patrón: El Espíritu Santo.
Con ocho años las cosas se ven de otro color y los momentos se hacen especiales por motivos distintos a los que la edad va tiñendo según las experiencias vividas.
Pertenezco a una generación arropada por unos padres nacidos en la guerra, muy marcados por la iglesia y la religión. Con unas creencias muy firmes y, en general, unos rituales de fe muy arraigados.
En aquella época, finales de los 70, nadie se cuestionaba si los niños hacían la comunión o no. Se cumplía una edad y se cumplía con el sacramento.  Los requisitos eran mínimos. Un mes de catequesis, y si acaso. Los niños, cuando comulgaban por primera vez, eran niños y no como ahora que son preadolescentees con cara de saber más que el mismísimo cura.

El caso es que, cuando sonaba aquella música en el pueblo, empezaba el desfile de mujeres arregladas para la ocasión, lo justo, porque el traje elegante había que dejarlo para la fiesta. Los hombres, menos y más discretos, pero también atusados, se dejaban caer en la parte de atrás de la iglesia. En esa zona sólo para hombres.¡Hay que ver! Y los niños dejábamos nuestros juegos y nos sentábamos delante. En aquellos bancos de madera, viejos, viejísimos, que crujían con sólo rozarlos.

Ya estábamos todos. Llegaba el momento de la aparición estelar. Taachaaannnn!!!! Felixín, Don Manuel y Canuto. Aquí estaban, por fin, el cura y los dos monaguillos. No puedo evitar sonreir al recordar la cara de Canuto. Siempre dirigiendo unas miradas pícaras y no tan inocentes a los amigos que ocupábamos los primeros bancos. Cuando tocaba darle la copa a Don Manuel, pues se la daba, cuando tocaba comulgar, pues comulgaba y cuando tocaba arrodillarse se arrodillaba. Este era su momento de gloria. Qué risa nos entraba cuando por debajo del altar, arrodillado en ese suelo de terrazo frío como el hielo, Canuto nos sacaba la lengua y nos enseñaba la forma de la comunión recién consagrada. Claro que no se debía hacer y que era irrespetuoso, pero éramos niños y no entendíamos ni una palabra de aquella misa. Rezos en latín y cánticos profundos de nuestras madres que no se enteraban de nada de lo que pasaba por debajo del altar. O sí, pero estaban encantadas porque sus niños las acompañaban a la novena y concentradas en no desafinar. ¡Jolín, con la cancioncita al Espíritu Santo! Algún día la escribiré para que no se olvide.

El color de la novena ha cambiado para mí, pero hay una parte de tradición que me gusta a rabiar. Una tradición que forma parte de la Historia de España y de pequeñas historias que han ido formando mi vida en La Hoya. Una tradición y unas costumbres que con el paso del tiempo adquieren más valor, como siempre digo. Hoy son vistas por otros ojos. Ojos de niño que pintan de otro color los mismos acontecimientos. Otros puntos de vista sobre unos rituales que no tienen el poder de otros tiempos. 

"Podéis ir en paz" sentenciaba Don Manuel y el escenario se descomponía. Los actores se marchaban en fila de a uno. Ahora Canuto era el primero, Don Manuel siempre en medio y Felixín, siempre serio e impasible, cerraba la comitiva. Las túnicas quedaban otra vez colgadas en el misterioso cuarto de la sacristía. Allí sigue la mesa de operaciones. Siempre me llamó la atención ese cuarto. Es como el camerino de un teatro o como el backstage de un desfile de moda. El sonido, las luces, todo el atrezzo está ahí. Así cada tarde a la misma hora durante 9 días, Don Manuel tocaba a la novena poniendo en marcha el tocadiscos a modo de campanas de iglesia. No sé si esto era moderno o muy antiguo pero era lo que había. ¡Qué rabia me daba que no hubiese campanas! El paso de los años y una economía más saneada que en los 70 han puesto las campanas en su sitio y repican con las mismas intenciones que el tocata de Don Manuel.

Antes de que la iglesia quedase en penumbra ya estábamos todos correteando otra vez por el pueblo. Los hombres, cura incluído, ronroneando por el bar de la Biani y las mujeres pensando en vestir al santo. Pero eso es otro cantar.

Aquel año, el de mi primera comunión, fui a la novena todos los días y el domingo de la fiesta me puse el vestido que mi madre había arreglado para la ocasión. Fui a misa y desde los primeros bancos de la iglesia seguí de cerca la actuación de mi amigo Canuto, el monaguillo. Esta vez concentrado en sus quehaceres.

Treinta y pico años después insisto a mi amigo, para que me acompañe al cuarto de la sacristía a buscar el vinilo con la canción que tocaba a misa cuando éramos pequeños. Mi hijo nos acompaña. Alucina pero no dice nada. A los niños les encanta subir a los escenarios y la iglesia llena de gente adecentando los altares es un escenario imponente, poco visto por sus ojos de cinco años. 
Buscamos en los cajones llenos de papeles con cánticos y oraciones, en los armarios llenos de sotanas de todos los colores, pero... ¡Qué pena! No queda rastro ni de disco ni de tocadiscos. Desistimos y nos vamos dejando atrás el olor añejo de la iglesia mientras las mujeres limpia que te limpia preparan la ermita para el día de la fiesta que ya se acerca. Este año el cura es nuevo y el papel de monaguillo está vacante, sin actor que quiera cubrirlo. "Se busca monaguillo" pregonan las mujeres buscando voluntario. 

Hoy Canuto no actúa, se retiró hace tiempo cuando la edad y la vida cambiaron de color. Aquel chaval se hizo mozo, sacó al Santo como marcaba la tradición, se casó, tuvo hijos y hoy compartimos, con el repicar de unos botellines, el recuerdo cariñoso de un tiempo que ya pasó. 

viernes, 26 de agosto de 2011

Once calles, once

La Hoya vista por http://www.sigpac.mapa.es/fega/visor
Doscientos dieciséis kilómetros separan la calle Badalona en el madrileño barrio de Fuencarral de la calle Charquillo en el salmantino pueblo de La Hoya. Distancia que de niña, separaba mi verano de mi invierno. Hoy dos horas y poco de camino en coche, ayer más bien tres. ¡Qué largo se me hacía el trayecto! Lo dividía en varias etapas: primero Villacastín, luego Ávila, Villatoro, Piedrahita y por fin llegaba Barco de Ávila, la meta volante que me lanzaba por una zigzagueante carretera a mi destino: La Hoya.

En ese tramo de carretera que tanto me ha mareado me sentía bien, empezaba a notar el aire que me transportaba a unos días inolvidables. A unas vivencias que el paso del tiempo hace más entrañables. Aparecía Becedas y ya sólo quedaban seis kilómetros, cuatro cuando veía San Bartolomé de Béjar  Unos cuantos metros más adelante cruzábamos la línea fronteriza entre Ávila y Salamanca. Ya quedaban pocas curvas para que asomara el alto de La Hoya. Esos 1250 metros de altura que me anunciaban la llegada. Por fin veía el perfil destartalado del pueblo y el cartel que me abría las puertas de un mundo recogido en un pequeño manojo de calles llenas de habitantes que le daban forma.  Forma que ha evolucionado con el pasar de los años.

Me lo conocía al dedillo a pesar de que los nombres de las calles no apareciesen por ninguna parte. Entonces no me interesaban, la verdad. Sólo de vez en cuando sonaba el Varrijollo, o la calleja del Cuerno, las Carretas o el barrio las Pulgas y en mi caso, un poco más el Charquillo que es la mía. Calle el Charquillo sin número, donde recibía las postales veraniegas de mis otros amigos, los de la ciudad y que tanta ilusión me hacían. Goriche era el cartero. Un cartero sabio. No necesitaba más que ver el nombre para saber a qué casa tenía que dirigirse. Siempre bien recibido aunque algún verano trajo noticias tristes.

No es que La Hoya fuese el pueblo de las calles sin nombre pero lo importante para mí eran mis amigos. Las referencias que tenía de pequeña eran las eras, donde el campo de fútbol más rural que he conocido nos esperaba a cualquier hora del día; el pilón, que tantas veces nos ha mojado, la iglesia, la escuelita, ya sin sus pupilos. La fuente de abajo con su agua fresca,  las peñas con sus secretos y así de hito en hito y de casa en casa recorría una y mil veces el pueblo. 
La calle de Enrique, la de Mayte, la de Vicente, la de Merce, la calle de Chewi y Sebi, la de Rosi y la de tantos otros. La de mi abuela y Chago, y la mía, que todavía hoy comparto con Mar, José Miguel, David…y una nueva pandilla de habitantes que aprenden a disfrutar del lugar mezclados con las anécdotas de quienes ya lo han hecho. Y en la que nunca falta el tierno saludo de una persona muy especial: Francisco, educado, y siempre amable con esos piropos tan característicos y nobles que pintan una sonrisa de oreja a oreja a todas las chicas, hoy mujeres, que nos sentimos más guapas que nunca cada vez que su sonrisa tímida nos agasaja con un que "delgada estás".

"Muchas gracias, Francisco, ¿qué tal todo?"
y sigue su camino desde otra perspectiva. La más entrañable del pueblo.

Pero el pueblo no se acababa aquí, también conocía praos con nombre propio: El Juntanal, La Pieza y otros que nos servían de escondite y eran nuestros centros de reunión y juegos. Al Tomillar íbamos a lavar y hasta la fuente La Teja llegaban nuestras risas y paseos. Y aún hay más, por supuesto, un poco más allá, después de la de Óscar, en el extraradio estaba la finca de mi amiga Ana, la de Béjar, con piscina y todo. Un lujo para quienes la compartíamos. 

Teníamos de todo y de nada. Comprábamos el pan y la leche en casa de Coca (antes en la calle de la Fuente) o en la del alcalde (antes en la calle Mayor). Y hay que decir que era pan-pan y leche-leche. Hasta un locutorio teníamos también en casa del alcalde. Hacíamos cola ante EL TELÉFONO (con mayúsculas), que nos esperaba colgado en una pared vociferando recados de unos y otros. ¡Esto si que es bueno!. Imposible de hacérselo creer a nuestros pequeños.  Ahora llevamos el móvil en el bolsillo y a cualquier hora y en cualquier lugar estamos localizados. 

Todo ha cambiado. Nos hemos actualizado y las calles han recibido su merecido bautismo y lucen sus nombres en unas placas presididas por un lobo que las presenta con orgullo.
Antes tenías que explicar que La Hoya era un pueblo muy pequeño que casi no aparecía en los mapas y ahora tecleas unas coordenadas en el ordenador y llegas hasta aquí sin perderte. Te muestra el recorrido con el nombre de las calles y si te descuidas apareces en camisón en las fotos de ruta.

De repente, en uno de mis tantos paseos, me da un vuelco el corazón, siento que algo no cuadra, me han quitado las Carretas porque no aparece en el registro del catastro y los Tom-Tom y otros GPs no la reconocen como calle. Entonces, mientras repaso las calles y lugares que antaño fueron importantes para mí, un reflejo de tristeza aparece también en mis ojos cuando miro al cielo y no encuentro el campanario de la iglesia. Se lo han tragado unas torres y el pobre aguanta abrumado el paso de los años, relegado a un segundo plano mientras la tecnología avanzan que no para. Y nos permite ver desde el cielo, nuestras calles, fincas, casas y los caminos que mayores y pequeños recorremos a pie correteando en familia o con el ya lento caminar de los de siempre que viven ajenos a programas informáticos como Sigpac o Google earth que ofrecen imágenes  en tres dimensiones de nuestro pequeño pueblo, con una resolución asombrosa. Cerquita, cerquita, cerquita o muy lejos, muy lejos. Así es como puedes moverte por el pueblo gracias a las imágenes que muestran estos programas. Clic, clic, clic y aparece cualquiera de esas calles que forman el ramillete del pueblo. Puedes probar aquí lo que la tecnología te muestra. Asombrarte y disfrutar de ello. Por aquello de innovar. Es el poder de la técnica. Como una ecografía en cuatro dimensiones que te deja boquiabierto cuando te muestra el ser que llevas dentro con una claridad que asusta.

Una extraña sensación recorre mi cuerpo al dar un paseo por las nubes y desde allí observar con asombro los lugares que he recorrido desde antes de saber andar. Pero no veo a nadie. Y aunque durante un rato disfruto de la novedad que me ofrece la realidad virtual, y recuerdo historias e imagino otras dejando que el futuro se adelante,  yo me quedo con el roce real de la gente que me saluda sentada a la puerta de su casa….En la calle Mayor, Varrijollo, de las Eras, de la Fuente, de los Corrales, Palomas, del Pino,  del Cuerno, de las Pulgas, del Portillo, y sus parcelas colindantes y por supuesto del Charquillo, donde vivo y saboreo estos ratos de verano imborrables en mi memoria y que no están al alcance de ninguna cámara. 

El skyline de La Hoya ha cambiado su perfil. Sus casas han crecido, más grandes y más altas. Sus gentes se han reorganizado en otras calles y han dado vida a otros lugares del pueblo. Menos corrales, menos ruinas y un boom inmobiliario que también creció al ritmo que marcaba la economía del país. 


Vaya un saludo para los nuevos del lugar y un recuerdo especial para las Carretas siempre presidida por esa casa grande, muy grande para mis ojos de niña, que hoy es la única que ha menguado en su rehabilitación y para el Charquillo, pozo que tanto agua nos dio y que hoy sobrevive sólo a medias al final de esta calle cortada que me sirve de inspiración para este blog.
Vaya un recuerdo para todos los rincones y habitantes del pueblo y para todas sus calles.
Once calles, once.