Todavía hace sol. Estamos jugando por las eras o en el prao de Merce, quizá escondidos en algún maizal, robando manzanas, montando en burro o cuchicheando en Las Peñas.
Una música sale de los altavoces de la iglesia. A veces se oye a Don Manuel llamando a sus pequeños feligreses, que se resisten a dejar sus juegos. Nunca tuvo mucho poder de persuasión, el hombre.
Empieza la novena. Durante nueve días la iglesia abre sus puertas al atardecer para todos aquellos que quieran participar en este ritual religioso que nos lleva al día grande. El último domingo del mes de agosto, en el que el pueblo se engalana para honrar a su patrón: El Espíritu Santo.
Con ocho años las cosas se ven de otro color y los momentos se hacen especiales por motivos distintos a los que la edad va tiñendo según las experiencias vividas.
Pertenezco a una generación arropada por unos padres nacidos en la guerra, muy marcados por la iglesia y la religión. Con unas creencias muy firmes y, en general, unos rituales de fe muy arraigados.
En aquella época, finales de los 70, nadie se cuestionaba si los niños hacían la comunión o no. Se cumplía una edad y se cumplía con el sacramento. Los requisitos eran mínimos. Un mes de catequesis, y si acaso. Los niños, cuando comulgaban por primera vez, eran niños y no como ahora que son preadolescentees con cara de saber más que el mismísimo cura.
El caso es que, cuando sonaba aquella música en el pueblo, empezaba el desfile de mujeres arregladas para la ocasión, lo justo, porque el traje elegante había que dejarlo para la fiesta. Los hombres, menos y más discretos, pero también atusados, se dejaban caer en la parte de atrás de la iglesia. En esa zona sólo para hombres.¡Hay que ver! Y los niños dejábamos nuestros juegos y nos sentábamos delante. En aquellos bancos de madera, viejos, viejísimos, que crujían con sólo rozarlos.
Ya estábamos todos. Llegaba el momento de la aparición estelar. Taachaaannnn!!!! Felixín, Don Manuel y Canuto. Aquí estaban, por fin, el cura y los dos monaguillos. No puedo evitar sonreir al recordar la cara de Canuto. Siempre dirigiendo unas miradas pícaras y no tan inocentes a los amigos que ocupábamos los primeros bancos. Cuando tocaba darle la copa a Don Manuel, pues se la daba, cuando tocaba comulgar, pues comulgaba y cuando tocaba arrodillarse se arrodillaba. Este era su momento de gloria. Qué risa nos entraba cuando por debajo del altar, arrodillado en ese suelo de terrazo frío como el hielo, Canuto nos sacaba la lengua y nos enseñaba la forma de la comunión recién consagrada. Claro que no se debía hacer y que era irrespetuoso, pero éramos niños y no entendíamos ni una palabra de aquella misa. Rezos en latín y cánticos profundos de nuestras madres que no se enteraban de nada de lo que pasaba por debajo del altar. O sí, pero estaban encantadas porque sus niños las acompañaban a la novena y concentradas en no desafinar. ¡Jolín, con la cancioncita al Espíritu Santo! Algún día la escribiré para que no se olvide.
El color de la novena ha cambiado para mí, pero hay una parte de tradición que me gusta a rabiar. Una tradición que forma parte de la Historia de España y de pequeñas historias que han ido formando mi vida en La Hoya. Una tradición y unas costumbres que con el paso del tiempo adquieren más valor, como siempre digo. Hoy son vistas por otros ojos. Ojos de niño que pintan de otro color los mismos acontecimientos. Otros puntos de vista sobre unos rituales que no tienen el poder de otros tiempos.
"Podéis ir en paz" sentenciaba Don Manuel y el escenario se descomponía. Los actores se marchaban en fila de a uno. Ahora Canuto era el primero, Don Manuel siempre en medio y Felixín, siempre serio e impasible, cerraba la comitiva. Las túnicas quedaban otra vez colgadas en el misterioso cuarto de la sacristía. Allí sigue la mesa de operaciones. Siempre me llamó la atención ese cuarto. Es como el camerino de un teatro o como el backstage de un desfile de moda. El sonido, las luces, todo el atrezzo está ahí. Así cada tarde a la misma hora durante 9 días, Don Manuel tocaba a la novena poniendo en marcha el tocadiscos a modo de campanas de iglesia. No sé si esto era moderno o muy antiguo pero era lo que había. ¡Qué rabia me daba que no hubiese campanas! El paso de los años y una economía más saneada que en los 70 han puesto las campanas en su sitio y repican con las mismas intenciones que el tocata de Don Manuel.
Antes de que la iglesia quedase en penumbra ya estábamos todos correteando otra vez por el pueblo. Los hombres, cura incluído, ronroneando por el bar de la Biani y las mujeres pensando en vestir al santo. Pero eso es otro cantar.
Aquel año, el de mi primera comunión, fui a la novena todos los días y el domingo de la fiesta me puse el vestido que mi madre había arreglado para la ocasión. Fui a misa y desde los primeros bancos de la iglesia seguí de cerca la actuación de mi amigo Canuto, el monaguillo. Esta vez concentrado en sus quehaceres.
Treinta y pico años después insisto a mi amigo, para que me acompañe al cuarto de la sacristía a buscar el vinilo con la canción que tocaba a misa cuando éramos pequeños. Mi hijo nos acompaña. Alucina pero no dice nada. A los niños les encanta subir a los escenarios y la iglesia llena de gente adecentando los altares es un escenario imponente, poco visto por sus ojos de cinco años.
Buscamos en los cajones llenos de papeles con cánticos y oraciones, en los armarios llenos de sotanas de todos los colores, pero... ¡Qué pena! No queda rastro ni de disco ni de tocadiscos. Desistimos y nos vamos dejando atrás el olor añejo de la iglesia mientras las mujeres limpia que te limpia preparan la ermita para el día de la fiesta que ya se acerca. Este año el cura es nuevo y el papel de monaguillo está vacante, sin actor que quiera cubrirlo. "Se busca monaguillo" pregonan las mujeres buscando voluntario.
Hoy Canuto no actúa, se retiró hace tiempo cuando la edad y la vida cambiaron de color. Aquel chaval se hizo mozo, sacó al Santo como marcaba la tradición, se casó, tuvo hijos y hoy compartimos, con el repicar de unos botellines, el recuerdo cariñoso de un tiempo que ya pasó.