viernes, 26 de agosto de 2011

Once calles, once

La Hoya vista por http://www.sigpac.mapa.es/fega/visor
Doscientos dieciséis kilómetros separan la calle Badalona en el madrileño barrio de Fuencarral de la calle Charquillo en el salmantino pueblo de La Hoya. Distancia que de niña, separaba mi verano de mi invierno. Hoy dos horas y poco de camino en coche, ayer más bien tres. ¡Qué largo se me hacía el trayecto! Lo dividía en varias etapas: primero Villacastín, luego Ávila, Villatoro, Piedrahita y por fin llegaba Barco de Ávila, la meta volante que me lanzaba por una zigzagueante carretera a mi destino: La Hoya.

En ese tramo de carretera que tanto me ha mareado me sentía bien, empezaba a notar el aire que me transportaba a unos días inolvidables. A unas vivencias que el paso del tiempo hace más entrañables. Aparecía Becedas y ya sólo quedaban seis kilómetros, cuatro cuando veía San Bartolomé de Béjar  Unos cuantos metros más adelante cruzábamos la línea fronteriza entre Ávila y Salamanca. Ya quedaban pocas curvas para que asomara el alto de La Hoya. Esos 1250 metros de altura que me anunciaban la llegada. Por fin veía el perfil destartalado del pueblo y el cartel que me abría las puertas de un mundo recogido en un pequeño manojo de calles llenas de habitantes que le daban forma.  Forma que ha evolucionado con el pasar de los años.

Me lo conocía al dedillo a pesar de que los nombres de las calles no apareciesen por ninguna parte. Entonces no me interesaban, la verdad. Sólo de vez en cuando sonaba el Varrijollo, o la calleja del Cuerno, las Carretas o el barrio las Pulgas y en mi caso, un poco más el Charquillo que es la mía. Calle el Charquillo sin número, donde recibía las postales veraniegas de mis otros amigos, los de la ciudad y que tanta ilusión me hacían. Goriche era el cartero. Un cartero sabio. No necesitaba más que ver el nombre para saber a qué casa tenía que dirigirse. Siempre bien recibido aunque algún verano trajo noticias tristes.

No es que La Hoya fuese el pueblo de las calles sin nombre pero lo importante para mí eran mis amigos. Las referencias que tenía de pequeña eran las eras, donde el campo de fútbol más rural que he conocido nos esperaba a cualquier hora del día; el pilón, que tantas veces nos ha mojado, la iglesia, la escuelita, ya sin sus pupilos. La fuente de abajo con su agua fresca,  las peñas con sus secretos y así de hito en hito y de casa en casa recorría una y mil veces el pueblo. 
La calle de Enrique, la de Mayte, la de Vicente, la de Merce, la calle de Chewi y Sebi, la de Rosi y la de tantos otros. La de mi abuela y Chago, y la mía, que todavía hoy comparto con Mar, José Miguel, David…y una nueva pandilla de habitantes que aprenden a disfrutar del lugar mezclados con las anécdotas de quienes ya lo han hecho. Y en la que nunca falta el tierno saludo de una persona muy especial: Francisco, educado, y siempre amable con esos piropos tan característicos y nobles que pintan una sonrisa de oreja a oreja a todas las chicas, hoy mujeres, que nos sentimos más guapas que nunca cada vez que su sonrisa tímida nos agasaja con un que "delgada estás".

"Muchas gracias, Francisco, ¿qué tal todo?"
y sigue su camino desde otra perspectiva. La más entrañable del pueblo.

Pero el pueblo no se acababa aquí, también conocía praos con nombre propio: El Juntanal, La Pieza y otros que nos servían de escondite y eran nuestros centros de reunión y juegos. Al Tomillar íbamos a lavar y hasta la fuente La Teja llegaban nuestras risas y paseos. Y aún hay más, por supuesto, un poco más allá, después de la de Óscar, en el extraradio estaba la finca de mi amiga Ana, la de Béjar, con piscina y todo. Un lujo para quienes la compartíamos. 

Teníamos de todo y de nada. Comprábamos el pan y la leche en casa de Coca (antes en la calle de la Fuente) o en la del alcalde (antes en la calle Mayor). Y hay que decir que era pan-pan y leche-leche. Hasta un locutorio teníamos también en casa del alcalde. Hacíamos cola ante EL TELÉFONO (con mayúsculas), que nos esperaba colgado en una pared vociferando recados de unos y otros. ¡Esto si que es bueno!. Imposible de hacérselo creer a nuestros pequeños.  Ahora llevamos el móvil en el bolsillo y a cualquier hora y en cualquier lugar estamos localizados. 

Todo ha cambiado. Nos hemos actualizado y las calles han recibido su merecido bautismo y lucen sus nombres en unas placas presididas por un lobo que las presenta con orgullo.
Antes tenías que explicar que La Hoya era un pueblo muy pequeño que casi no aparecía en los mapas y ahora tecleas unas coordenadas en el ordenador y llegas hasta aquí sin perderte. Te muestra el recorrido con el nombre de las calles y si te descuidas apareces en camisón en las fotos de ruta.

De repente, en uno de mis tantos paseos, me da un vuelco el corazón, siento que algo no cuadra, me han quitado las Carretas porque no aparece en el registro del catastro y los Tom-Tom y otros GPs no la reconocen como calle. Entonces, mientras repaso las calles y lugares que antaño fueron importantes para mí, un reflejo de tristeza aparece también en mis ojos cuando miro al cielo y no encuentro el campanario de la iglesia. Se lo han tragado unas torres y el pobre aguanta abrumado el paso de los años, relegado a un segundo plano mientras la tecnología avanzan que no para. Y nos permite ver desde el cielo, nuestras calles, fincas, casas y los caminos que mayores y pequeños recorremos a pie correteando en familia o con el ya lento caminar de los de siempre que viven ajenos a programas informáticos como Sigpac o Google earth que ofrecen imágenes  en tres dimensiones de nuestro pequeño pueblo, con una resolución asombrosa. Cerquita, cerquita, cerquita o muy lejos, muy lejos. Así es como puedes moverte por el pueblo gracias a las imágenes que muestran estos programas. Clic, clic, clic y aparece cualquiera de esas calles que forman el ramillete del pueblo. Puedes probar aquí lo que la tecnología te muestra. Asombrarte y disfrutar de ello. Por aquello de innovar. Es el poder de la técnica. Como una ecografía en cuatro dimensiones que te deja boquiabierto cuando te muestra el ser que llevas dentro con una claridad que asusta.

Una extraña sensación recorre mi cuerpo al dar un paseo por las nubes y desde allí observar con asombro los lugares que he recorrido desde antes de saber andar. Pero no veo a nadie. Y aunque durante un rato disfruto de la novedad que me ofrece la realidad virtual, y recuerdo historias e imagino otras dejando que el futuro se adelante,  yo me quedo con el roce real de la gente que me saluda sentada a la puerta de su casa….En la calle Mayor, Varrijollo, de las Eras, de la Fuente, de los Corrales, Palomas, del Pino,  del Cuerno, de las Pulgas, del Portillo, y sus parcelas colindantes y por supuesto del Charquillo, donde vivo y saboreo estos ratos de verano imborrables en mi memoria y que no están al alcance de ninguna cámara. 

El skyline de La Hoya ha cambiado su perfil. Sus casas han crecido, más grandes y más altas. Sus gentes se han reorganizado en otras calles y han dado vida a otros lugares del pueblo. Menos corrales, menos ruinas y un boom inmobiliario que también creció al ritmo que marcaba la economía del país. 


Vaya un saludo para los nuevos del lugar y un recuerdo especial para las Carretas siempre presidida por esa casa grande, muy grande para mis ojos de niña, que hoy es la única que ha menguado en su rehabilitación y para el Charquillo, pozo que tanto agua nos dio y que hoy sobrevive sólo a medias al final de esta calle cortada que me sirve de inspiración para este blog.
Vaya un recuerdo para todos los rincones y habitantes del pueblo y para todas sus calles.
Once calles, once.


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