miércoles, 3 de octubre de 2012

¡PUM, PUM, PUM!

No estamos en Valencia y lo que se oye no son los cohetes de la cremà de las Fallas. Menos mal porque no soy de pólvoras ni fuegos artificiales. Lo que se oye en mis recuerdos es el ¡Pum-pum-pum! de los tímidos aspirantes a cohetes de mascletá que se tiraban antaño en las fiestas de La Hoya.

Hoy es una tradición perdida, pero no por eso se escapa de mi memoria la imagen de todos aquellos hombres que salían el día de la fiesta armados con sus ramilletes de petardos voladores.

No me gustaban, de verdad que no y lo pasaba fatal cada vez que oía el arrancar de esa mecha recién encendida que mandaba al pobre cohete a ninguna parte. Explotaban en el cielo en una burda imitación de lo que todo cohete de feria quisiera ser. Nada de colores, ni espectáculo. Sólo una ridícula mancha de humo quedaba en el aire y una varilla incandescente a la deriva de vuelta a la tierra.

¿Dónde caería la varita? Esa era la cuestión que me obsesionaba.

Que sí, que una vez que caía todo estaba controlado pero mientras tanto mirabas hacia arriba siguiendo su trayectoria no fuese a provocar un incendio en un corral o te cayese encima y recibieses el ataque rencoroso de la varilla todavía con chispa.

No digamos cómo me sentía cuando el cohete se extraviaba nada más salir de las manos de aquel papá orgulloso de las fiestas de su pueblo, que se despistaba entre sangrías y músicas y sin controlar el pulso mandaba al rabioso polvorín en dirección contraria a la deseada, abriendo vuelo raso entre los vestidos de fiesta y los maltrechos tacones de las mujeres que intentaban seguir al Santo en su recorrido por el pueblo.

Don Manuel, el cura polémico, los resacosos mozos de ramos, las mozas lozanas, el Espíritu Santo a hombros de los fieles lugareños; toda la comitiva bajo el sol concentrada en su devoto caminar mientras yo con mi traje de comunión arreglado para la ocasión buscaba refugio en las faldas de mi madre y me tapaba los oídos mirando de reojo a ver si alguien me hacía una seña de traca final que me devolviese al ritmo de la procesión y el convite.

Contaba los segundos que pasaban entre cohete y cohete.

¡Pum, pum, pum! un-dos-tres-cuatro-cinco-seis-siete, ¡pum!, un-dos-tres-cuatro, ¡pum!, un-dos-tres, ¡pum,pum, pum!

Estábamos en pleno apogeo. ¡Pero a quién le gusta esto, Dios mío!

Para mí era una penitencia, ¡Qué mal rato pasaba! pero el que no me gustasen los cohetes sin colores es simplemente una anécdota más sacada del baúl de los recuerdos de mi infancia en el pueblo. No había nada que acabase con la emoción de esos días de fiesta, que coincidían con los últimos del verano.

¡Pum!, un-dos-tres-cuatro-cinco-seis-siete-ocho-nueve-diez-once-doce, ¡Pum!, un-dos-tres,cuatro-cinco-seis-siete-ocho-nueve-diez-once-doce-trece-catorce-quince-dieciseis, diecisiete, dieciocho, diecinueve y...¡Pum-pum-pum!

Mientras contaba los interminables segundos que pasaban entre uno y otro ¡Pum!, hacía fotos con mi cámara. Una de esas máquinas con carcasa de plástico y lente de culo de botella, que sacaban imágenes de pésima calidad pero que hoy sirven para recordar entre risas esos días que se tiñen de color sepia por el paso del tiempo.

¡Pum-pum-pum!

Cuando después de uno de estos tríos de explosiones incoloras pasaban minutos y no segundos, era que la cosa se iba acabando.

La procesión llegaba a la puerta de la iglesia y un explotar de cohetes en cadena marcaba el fin del tiempo de rezos. Entonces, el Espíritu Santo volvía a su nido y la procesión se disolvía convirtiéndose en una manifestación de risas hambrientas que saciaban su apetito con las viandas típicas de la tierra que se repartían en la plaza. Todos los habitantes del pueblo participábamos en un agradable convite en el que no faltaba la sangría.

¡Pum- pum-pum!...Y dale con el pum!!!!

Las bandejas de embutido se iban quedando vacías, ya sólo faltaban los dulces y las pastas que indicaban que el aperitivo se acababa.

Habían pasado ya algunos minutos desde el último ¡Pum!, esto quería decir que con un poco de suerte iba a poder tomarme tranquilamente una pastita. Sobre todo me gustaban las galletas de vainilla. ¡Uhhhmmm,  me encantaban!

¡Cómo me gusta que no se haya perdido esta costumbre y que sigamos celebrando el verano entre risas, jamón, dulces, dulzainas y sangría! ¡Cómo me gusta esperar el momento del pilón, de las fotos de grupo, de las guerras de agua...!

¡Pum-pum-pum! ¡Cómo me gusta el sonar de esos cohetes en el silencioso recordar de quien un día los tiró!

¡Cómo me gustan las fiestas de La Hoya!


viernes, 3 de agosto de 2012

Luces, cámaras...¡Acción! (Toma II)

(...) una luz de película

Aquella noche de mis ventitantos salí a escena después de cenar. Me había preparado a conciencia para echar unos bailecitos en el pueblo de al lado. Se abrió la puerta de casa como si de un camerino se tratase y nada más oir mi nombre bajé las escaleras dejando un beso en el aire para mis padres, que babeaban al verme salir tan mona y conjuntada. Con una sonrisa y un dónde vas con esos tacones, me daban los últimos consejos algo preocupados por el ritmo de la noche.

Salí a la calle muy dispuesta y con mi papel bien aprendido.

- Hola? hola? holaaaa? aaaaaaaaahhhhhhhhh!!!!!!! grité entre risas y desconcierto

La decoración del escenario y la caracterización de mis compañeros de reparto habían cambiado repentinamente: labios morados, caras mortecinas y conjuntos de colores imposibles. Al encenderse el nuevo alumbrado de La Hoya, habíamos sido engullidos por el decorado de una película de miedo.

El estreno no podía haber sido más desconcertante. El efecto de la luz naranja era demoledor. ¿A quién se le habrá ocurrido la idea, por qué no podemos ser un pueblo normal, con luces de farola normales?!. Qué desilusión, tanto tiempo esperando tener una farola en cada esquina y ahora me da más miedo la luz de la calle que la oscuridad más oscura de El Charquillo.

Si la bombilla de mi puerta se creía que iba a descansar, las lleva claras. Por favor, por favor, quiero que mi bombilla me devuelva los colores y la lozanía de mi cara recién maquillada aunque tenga que seguir viendo a toda la pandilla de insectos que revolotea en torno a esa bola gorda incandescente. Ahora seguro que son más los que vienen a adorarla espantados por el naranja mortal de las nuevas luces del pueblo.

No sirvió de nada quejarse al alcalde. Por lo visto era la mejor luz para los días de niebla y la más barata, también.

-Lo que ves es lo que hay y no hay más (Emiliano, siempre tan rotundo)Ya os podéis acostumbrar.

Y claro que nos acostumbramos. Una vez superada la primera impresión y tras comprobar que no íbamos a tener que soplar para mantener encendidos aquellos míseros destellos naranjas que iluminaban sin ganas, recuperamos la rutina veraniega y enseguida nos olvidamos de la rareza de vernos demacrados cada noche después de la cena.

Tanto, tanto me acostumbré que a veces las echo de meos. Sin duda, le daban al pueblo un aspecto entrañable visto desde la carretera. A veces, desde el coche, cuando me atrevía a pasar un fin de semanana al calor de la chimenea en mi maltrecha pero queridísima casa familar, comparaba su estampa con la de uno de esos pueblos de cuento infantil en los que al final se cumple el deseo navideño del pequeño protagonista. Las casas en ruinas parecían más desvalidas con esa luz y despertaba mi melancolía el ver allí el pueblito queriendo lucir guapo en las solitarias y frías noches de invierno. Cuando iba a tomar la última curva antes de entrar en La Hoya, dejaba volar mi imaginación y abría las tapas de un cuento imaginario que bien podía empezar así

Érase una vez un pequeño pueblo blanco con lunares naranjas...


lunes, 25 de junio de 2012

Luces, cámaras...¡Acción! (toma I)

Una bombilla es para algunos el mejor invento del siglo XIX. Una bombilla representa de manera conceptual una idea genial. Una bombilla en la puerta de mi casa del pueblo iluminaba el final de la calle El Charquillo. Unos pasos más adelante, la oscuridad más absoluta se comía las ruinas de unos corrales que hoy ni lo son.

Hace no tantos años, las farolas brillaban por su ausencia en La Hoya. Sólo los sitios más estratégicos estaban iluminados y otros estratégicamente estratégicos siguen sin luz todavía ¡Gracias a Dios! Aunque la oscuridad secreta de Las Peñas dejará de serlo en cuanto el proyecto del nuevo ayuntamiento esté listo... Con su ascensor y todo.
¡Qué sería de Las Peñas con luz?! Adiós al romanticismo adolescente, las conversaciones trascendentales bajo las estrellas, a los secretos infantiles y juveniles y a los cigarros a escondidas que nos delataban con su ceniza incandescente.

Miedo me da pensar dónde iremos a buscar a nuestros cachorros, cuando la oscuridad del pueblo se aleje si llega la ampliación del casco urbano. ¡Ay, madre! mejor seguir disfrutando de lo que nos queda de aquella época y sacar las mantas en las frescas noches estivales para compartir con ellos, en la oscuridad, un cielo privilegiado.

Por aquel entonces, en esos días de verano infantil en La Hoya esperaba ansiosa la llegada de la luna y las estrellas infinitas. El poder salir por la noche a la calle me hacía sentir especial; era uno de esos momentos de los que presumir después, en la ciudad, cuando repasaba las vacaciones al reencontrarme con mis amigos del barrio. Había mucho que contar y los helados se me derretían hablando del pueblo; de todo lo que hacía que mis veranos me pareciesen más especiales que los del resto. Y el poder jugar en la calle hasta pasada la media noche era uno de esos detalles de niña que daban envidia y que me hacían sentir mayor.

Claro que, había datos que resultaban incomprensibles: una bombilla en la puerta de cada casa era el alumbrado que teníamos en las calles del pueblo. El tendido eléctrico era mínimo: Luz blanca de farola en la plaza, en dos o tres esquinas más y... al caer la noche, el resto del pueblo quedaba a media luz y las bombillas comenzaban su actuación gracias a los vecinos que las dejaban encendidas cuando se iban a dormir.

¡Qué gusto, que poca contaminación lumínica y que cielo tan bonito! Precioso, diría yo. 

Mis idas y venidas en las noches de verano estaban iluminadas por esas enormes bombillas redondas que se llenaban de bichos a los que la verdad, no he conseguido coger cariño. Aun así, prefería el escalofrío de repelús que me daban esos malditos insectos al cruzar la puerta de casa, que encontrarme la bombilla apagada y la calle a oscuras. Qué gran invento, es verdad, esas gordas bolas de cristal fino y transparente con casquillos de metal y filamentos mágicos que se encendían al son de los interruptores de cada casa. Clic-clic-clic

Me daba miedo volver sola, lo confieso, aunque por aquellos días no se me hubiese ocurrido reconocerlo. Las estrellas no me servían de guía camino a casa, porque la oscuridad de mi calle, era la más oscura del mundo y mi imaginación me jugaba malas pasadas. Pero el miedo a la oscuridad no consiguió vencer a la inquietud que me producía una salida nocturna por el pueblo con mis amigos pasadas las doce. Todos sabemos que esa es la hora en la que los cuentos se vuelven interesantes.

Si tenía que disimular, me armaba de valor y hala! a correr calle abajo hasta cerrar la puerta de casa.
Fui creciendo y las bombillas dejaron de parecerme enormes pero cuánto les agradezco su labor aunque ahora estén en peligro de extinción porque por lo visto contaminan que no veas. Dentro de nada serán un objeto de deseo, como deseada fue la llegada de una red de modernas farolas que se colocaron por todo el pueblo hará unos quince años para dar una luz...una luz..una luz de película.

continuará...


Por fin, después de unos meses de barbecho en el blog, se me ha encendido la bombilla!!!



miércoles, 21 de marzo de 2012

Hoy, calderillo

Con tanta estrella Michelín a la cocina española, tanta novedad en los restaurantes y tanta tontería culinaria, estamos dejando atrás los pucheros en la mesa.

En mi particular concurso gastronómico las estrellas de esta historia van para los hombres del pueblo y sus patatas con carne.

A mis diez años, mi padre y los de su quinta rondaban los cincuenta. Han pasado treinta años de aquellos días en los que se comían el pueblo a cucharadas de calderillo y se lo bebían a tragos de vino y sangría. Todo bien cargado. Los platos a rebosar y el gaznate siempre fresco.

El acontecimiento se cocía en el bar, entre chascarrillos, chatos de tinto y partidas de mus. Cualquier día era bueno para montar una comilona en el campo. Mejor, justo antes del día de la fiesta para ir abriendo boca.

Ni Juan Mari Arzak, ni Berasategui, ni el mismísimo Ferrán Adriá saben lo que se cuece un día de calderillo en La Hoya. Ellos se lo pierden, porque la receta de amistad, verano, risas, charla y campo tiene mucho más de bueno que cualquiera de sus platos archipreparados en esos laboratorios de especias imposibles y condimentos extrasensoriales que han convertido sus cocinas en fábricas de sabores, que recuerdan más a pociones químicas que a sabrosas recetas de cocina casera.

Ni mi paladar, ni el de mi padre y sus amigos necesitaba de estos guisos en probeta con hidrógeno como ingrediente para conseguir sabores de ciencia ficción. Lo que gustaba por aquí era un buen plato de cuchara. Lleno hasta los bordes, donde las patatas se pelean con los trozos de carne en litros de espesa salsa naranja pimentón, salpicada de rojos pimientos y verdes guisantes, por hacerse un sitio en la profundidad del resistente y setentón plato de duralex transparente. Si añadimos un toque de espontaneidad, el éxito está asegurado.

Nada de dos patatas con medio guisante y aroma de pimiento con virutas de ternera y esencia de pimentón que sería lo que cualquiera de estos cocineros de alta alcurnia nos servirían a modo de calderillo en un plato infinito adornado con lunares de jazmín o una ramita de vete tú a saber qué hierba.

Así despertaba el pueblo un día cualquiera de agosto.

- Mamá, hoy calderillo, decían los padres para avisar a la manada de que el día sería largo

Y qué revuelo toda la mañana.

Kilos y kilos de patatas yendo y viniendo, la mejor carne, los calderos de cobre, el pan, mucho pan para mojar. Melones y sandías de postre; manzanas, peras, meloconontes, azucar, vino del malo y licores varios para la sangría. También hielo, mucho hielo. Unas enormes barras de hielo que parecían icebergs flotando en aquella poción mágica y que si osabas tocarlas, te quedabas pegada a ellas quemándote los dedos. El agua, directa de la naturaleza, que ya sabían ellos elegir el prao perfecto para el evento. Cubiertos y vajilla de casa y un buen barril de plástico como contenedor de tan refrescante y aturdidora bebida. Aceite a borbotones y sal para poner a prueba las tensiones de nuestros lustrosos hombretones. Y la leña, claro, no podía faltar la leña, imprescindible entonces e impensable hoy que está prohibidísimo hacer lumbre en el campo. Con razón, vistas las consecuencias de algunas risueñas y grasientas fiestas camperas que han acabado en las portadas de los periódicos veraniegos de este país, en forma de devastadores incendios apagados con lágrimas medioambientales.

Cuando por fin se iban cargados con sus cosas, las madres seguían a lo suyo, pendientes de sus casas y su prole. Y cuando llegaba la hora de la siesta, las calles dormitaban perezosas esperando el bullicioso regreso de la marabunta. Al caer la noche la manada estaría reunida aunque algo perjudicada por los excesos.

Los niños teníamos nuestras propias merendolas de nocilla mientras los jóvenes se merendaban a besos y caricias. Nuestras madres, con su santa paciencia, dejaron pasar unos años de comida campera en el calendario en beneficio de sus cachorros, pero poco a poco salieron de sus madrigueras para organizar calderillos paralelos en los que además existía rigor culinario.

Yo nunca estuve en uno de esos calderillos de hombres, ni en uno de mujeres tampoco, o a lo mejor sí pero sólo un rato de niña que persigue a su padres y lo que pasaba en esos días de campo, no lo sé, pero imaginármelo puedo y tú?

Ahora somos otros los padres y madres que montamos sabrosos saraos cargados de cerveza y más. Los abuelos tienen sus aperitivos de mosto y sus merendolas de chocolate y nuestros hijos empiezan a comerse el pueblo a bocados de panceta y sorbos de refrescos sin cafeina.

Habrá que seguir con la tradición, digo yo.



http://www.mis-recetas.org/recetas/show/1078-calderillo-bejarano
colgaré la receta de Casa Pavón que me parece mejor.