Hace no tantos años, las farolas brillaban por su ausencia en La Hoya. Sólo los sitios más estratégicos estaban iluminados y otros estratégicamente estratégicos siguen sin luz todavía ¡Gracias a Dios! Aunque la oscuridad secreta de Las Peñas dejará de serlo en cuanto el proyecto del nuevo ayuntamiento esté listo... Con su ascensor y todo.
¡Qué sería de Las Peñas con luz?! Adiós al romanticismo adolescente, las conversaciones trascendentales bajo las estrellas, a los secretos infantiles y juveniles y a los cigarros a escondidas que nos delataban con su ceniza incandescente.
Miedo me da pensar dónde iremos a buscar a nuestros cachorros, cuando la oscuridad del pueblo se aleje si llega la ampliación del casco urbano. ¡Ay, madre! mejor seguir disfrutando de lo que nos queda de aquella época y sacar las mantas en las frescas noches estivales para compartir con ellos, en la oscuridad, un cielo privilegiado.
Por aquel entonces, en esos días de verano infantil en La Hoya esperaba ansiosa la llegada de la luna y las estrellas infinitas. El poder salir por la noche a la calle me hacía sentir especial; era uno de esos momentos de los que presumir después, en la ciudad, cuando repasaba las vacaciones al reencontrarme con mis amigos del barrio. Había mucho que contar y los helados se me derretían hablando del pueblo; de todo lo que hacía que mis veranos me pareciesen más especiales que los del resto. Y el poder jugar en la calle hasta pasada la media noche era uno de esos detalles de niña que daban envidia y que me hacían sentir mayor.
Claro que, había datos que resultaban incomprensibles: una bombilla en la puerta de cada casa era el alumbrado que teníamos en las calles del pueblo. El tendido eléctrico era mínimo: Luz blanca de farola en la plaza, en dos o tres esquinas más y... al caer la noche, el resto del pueblo quedaba a media luz y las bombillas comenzaban su actuación gracias a los vecinos que las dejaban encendidas cuando se iban a dormir.
¡Qué gusto, que poca contaminación lumínica y que cielo tan bonito! Precioso, diría yo.
Mis idas y venidas en las noches de verano estaban iluminadas por esas enormes bombillas redondas que se llenaban de bichos a los que la verdad, no he conseguido coger cariño. Aun así, prefería el escalofrío de repelús que me daban esos malditos insectos al cruzar la puerta de casa, que encontrarme la bombilla apagada y la calle a oscuras. Qué gran invento, es verdad, esas gordas bolas de cristal fino y transparente con casquillos de metal y filamentos mágicos que se encendían al son de los interruptores de cada casa. Clic-clic-clic
Me daba miedo volver sola, lo confieso, aunque por aquellos días no se me hubiese ocurrido reconocerlo. Las estrellas no me servían de guía camino a casa, porque la oscuridad de mi calle, era la más oscura del mundo y mi imaginación me jugaba malas pasadas. Pero el miedo a la oscuridad no consiguió vencer a la inquietud que me producía una salida nocturna por el pueblo con mis amigos pasadas las doce. Todos sabemos que esa es la hora en la que los cuentos se vuelven interesantes.
Si tenía que disimular, me armaba de valor y hala! a correr calle abajo hasta cerrar la puerta de casa.
Fui creciendo y las bombillas dejaron de parecerme enormes pero cuánto les agradezco su labor aunque ahora estén en peligro de extinción porque por lo visto contaminan que no veas. Dentro de nada serán un objeto de deseo, como deseada fue la llegada de una red de modernas farolas que se colocaron por todo el pueblo hará unos quince años para dar una luz...una luz..una luz de película.
continuará...
Por fin, después de unos meses de barbecho en el blog, se me ha encendido la bombilla!!!
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