Parara paachuuunnn-paaaaachuuuuunn (aplicar ritmo de pasodoble de cuarto de hora de duración)
¡Bien! Nuestros vecinos están de fiesta.
"Habrá que ir, no?"
Adiós a la ciudad. Navacarros la nuit nos espera. Es nuestra primera gran cita del verano, no se necesita invitación aunque en ocasiones hubiese sido mejor tenerla. Garduños y lobos hemos estado siempre a la gresca. No sé por qué y no he encontrado respuesta en los libros. Supongo que por aquello de marcar el territorio y porque las Nintendo, PSPs y demás maquinitas marcianas son un entretenimiento con el que, por suerte, no contábamos en mi adolescencia. Aunque a veces nos hubiese venido bien descargar adrenalina machacando monstruitos y no tirando piedras al vecino. ¡La de brechas y sustos que hubiésemos evitado!
"Guapaaa, guaaapaaa y guaaapaaaaa", continúa el pasodoble. Otra vuelta.
Por su puesto que esto de las fiestas populares se vive con distinta intensidad dependiendo de la edad pero hay cosas que no cambian. Con María Magdalena comienzan las fiestas veraniegas, Navacarros y Candelario se engalanan, el 15 de agosto nos espera Vallejera y tal vez Valdesangil, sobre el 24 San Bartolo monta la de Dios, es una cita obligada y Becedas coincide en fechas con La Hoya donde ponemos fin al verano. En ese tiempo garduños, zorros, ratones, lobos y otros animales de la zona vamos cambiando de escenario según marca el calendario festivo.
En la infancia todo empezaba con un partido de fútbol a las cinco de la tarde. Los pueblos rivales se preparaban para el acontecimiento. Gran despliegue. Los padres acompañaban a sus cachorros. Tras la caminata a pleno sol por los atajos entre pueblo y pueblo o en los coches de moda de la época, las chicas orgullosas de sus chicos les animábamos como auténticas cheerleaders. Si perdíamos la culpa era del árbitro y si ganábamos volvíamos a casa con el ego por las nubes, rabiosos de contento entonando el "y si somos los mejores bueno y qué, bueno y qué" ¡qué tiempos aquellos! Empezaban los ochenta.
Ya son las siete. Ducha, bocata y a baaailar. Otra vez los atajos y los Renault 8, Ochocientos cincuenta y algún que otro Supermirafiori en fila llenos de chicos y chicas con ganas de fiesta. Y así, de atajo en atajo, de partido en partido y de fiesta en fiesta pasan los años y llegan otras rivalidades.
Y el pasodoble que no para. "guapaa, guapaa, y...guapaaaaaa"
Llegan los amores de verano y Cupido manda. Ya no hay manada que valga.
Como el angelito de las flechas se empeñase en que te tenías que enamorar de alguien del otro pueblo, estabas perdido. Te pasabas todo el año esperando a que sonase el pasodoble más "molón" y a ser posible el más largo, para acercarte a tu presa en el momento adecuado y balbucear un tímido "¿bailas?" y si te decía que no... pa'qué queremos más. La noche fastidiada y a esperar otro año. Aunque siempre quedaba la última oportunidad de agarrarte a quien te había rechazado cuando empezaba a amanecer y la pachanga más pachanguera aturdía los oídos de cualquiera menos los tuyos que estabas ahí ensimismado por la sonrisa de tu cunchunflún que no te sonreía a ti pero a ti te lo parecía. Y volvías a casa tan contento. Y con ganas de intentarlo de nuevo.
A la noche siguiente, otra vez el pasodoble y otra vez la preguntita que conseguías hacer a duras penas después de perseguir a la pobre niña, que te saludaba educadamente cuando te veía pero que en cuanto podía se rodeaba de los de su pueblo para ponértelo más difícil, si cabe.
Esto era en el caso del lobo enamorado de la luna que si no salía airoso era animado y consolado por sus amigas de toda la vida y por algún que otro cubata.
En el caso de loba buscando pretendiente no era muy distinto. Te ponías el mejor de tus modelitos para marcar la diferencia y las pinturas de guerra para no pasar desapercibida. Y esperabas ese "¿bailas?" para mover las caderas al ritmo de esa música de pueblo que hoy tanto me gusta recordar. Y las plazas se llenaban de risas alborotadas por algo más que el pasodoble. Había algo de magia en aquellos veranos. La juventud, supongo.
Desde entonces, las hojas del calendario no han dejado de caer y las ganas de fiesta son distintas. Disfruto de los pasodobles, sí. También de los más largos, pero ahora dejando sitio en la pista a las grandes figuras del pueblo, esas parejas que bailan que da gusto. Que no sólo no han perdido el compás con el paso del tiempo sino que han rejuvenecido en sus bailes. En los dos mil, tengo otra perspectiva de la pista de baile que veo llena de grandes tradiciones, pequeños dando sus primeros pasos y jóvenes risas alborotadas que me dan una envidia que me muero. Así que no me queda más remedio que tomarme una copa con mis amigos, moverme a medio gas y esperar que alguno se atreva a sacarme a bailar.
Y...claro que bailo.
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