Tengo un baúl imaginario en el que guardo mi color preferido, canciones especiales, olores evocadores y palabras mágicas. Hoy saco de mi baúl la palabra calbote para despedir el otoño, este primer día de invierno.
calbote: castaña asada (según el diccionario de la Real Academia Española)
Es obvio que me gustan las palabras y jugar con ellas. Cuando alguna me llama la atención me la guardo para utilizarla en el momento adecuado. Podría dedicarle unas líneas al juego entre calbote y calvete, por aquello de la similitud ortográfica pero en mi vocabulario personal calbote significa mucho más que castaña asada, es una palabra entrañable. Para el recuerdo.
Un día de un otoño del siglo XX fui a La Hoya en el puente de Todos los Santos, fecha de castañas por excelencia. Hacía frío pero los días eran bonitos y en el pueblo se respiraba tranquilidad. Las tardes pasaban lentas y no había mucho que hacer más que buscar compañía al calor de alguna chimenea. Por las calles ni un alma. Abrigada hasta las orejas llegué al bar. El silencio de la calle se convirtió en bullicio al abrir la puerta. Un montón de caras conocidas coloradas por el vino, el aire frío y rudo de la montaña y ahora también por el calor de la estufa de hierro, me saludaron con una sonrisa pasmada. Eran los hombres del pueblo que pasaban el tiempo asando unas castañas típicas de la zona.
La primera reacción al verme por allí fue de sorpresa. No era habitual que los de la capital nos dejásemos ver en noviembre. La segunda fue invitarme a un calbote.
-¿un qué? pregunté yo
-un calbote, una casataña asada. Aquí se llaman así, me dijo Avelino
-no tenía ni idea. ¡qué bueno! calbote, calbote, calbote. Me repetí una y otra vez para que no se me olvidase nunca
Me comí uno, que Avelino me ofreció de su mano curtida por el duro trabajo del campo.
Nada hacía presagiar que esta palabra se me clavaría a fuego más allá de la memoria.
Había aprendido una palabra nueva y me la había enseñado un lobo de pura raza: Canoso, mas bien bajo, amable, padre de dos hijos, marido de una mujer tranquila. Avelino se llamaba y fue la última vez que le vi. La sinrazón de unos disparos, unos meses después, se lo llevó para siempre, con sus hijos, dejando a su mujer y al pueblo entero sumido en un escalofriante e inolvidable aullido.*
Sirva este cuento de otoño para recordar a los que ya no están ahora que llega la Navidad.
¡¡¡Aaauuuuuu!!!
*Este espeluznante y triste capítulo de la historia de La Hoya tendrá su momento.
jueves, 22 de diciembre de 2011
jueves, 15 de diciembre de 2011
Cerrado por vacaciones
No tengo recuerdos de mi infancia en La Hoya en otoño. Siempre he tenido la sensación de que al acabar agosto, el pueblo se cerraba por vacaciones. Las casas y las calles se quedaban vacías. Y desde las comodidades de la ciudad, no me podía imaginar la vida allí cuando el otoño se adelantaba y se precipitaba hacia el frío y silencioso invierno.
Ya en Madrid, en el salón de casa veía el telediario con mis padres, mientras cenábamos en familia, y cuando salía Mariano Medina, el famoso y televisivo hombre del tiempo, con un mapa plagado de nubes y símbolos de hielo, diciendo que bajaban las temperaturas, lo primero que decíamos era pues imagínate en La Hoya. Y sí, casi que me imaginaba congelados a Isabel y a Isidro a Rosario y Emiliano, Pilar y Coca y los otros pocos lobos autóctonos que han cuidado del pueblo, de su pueblo aferrados a sus raíces. Sufriendo, sintiendo, disfrutando, viviendo La Hoya.
La rutina del colegio me engullía durante el invierno y no me planteaba volver por allí hasta Semana Santa y si acaso. Con los colores de la primavera, el viaje en la tartana de mi padre parecía más llevadero y el destartalado congelador que teníamos por casa nos parecía más acogedor. Pero...jolín, qué frío he pasado yo en la casa del Charquillo. Sí, sí, mucha chimenea pero allí no había quien parase. Con la bata de guatiné encima del esquijama y encima un jersey de lana de esos bien gordos, y encima una cazadora de piel de borrego y encima una mantita y por supuesto dos pares de calcetines y todo eso junto a la chimenea, a ver quien era el valiente que iba al baño o a la cocina o...a la cama. ¡Ha, esto si que es bueno! meterse en la cama era todo un espectáculo.
Daba igual qué cama eligieses, todas estaban congeladas, con unas sábana tiesas como el demonio, -que diría mi madre. Con ese afán de las madres, por guardar y utilizar las cosas de la abuela, que sí, que a mí me encantan, os lo aseguro. Pero dentro de un orden, mamá. "¿no podemos traernos unas sabanitas de casa? que ya sé que tienes mucho cariño a estas y que están bien, si mamá, muy bien, pero no veas cómo rascan y más cuando están como témpanos de hielo"
La verdad, es que era así, pero a mí en el fondo me daba igual. Tampoco era para tanto pensaba a mis diez años. Total, una vez dentro estabas tan a gusto en ese colchón de lana, con esos kilos de mantas que te aprisionaban y no te podías mover en toda la noche, porque si cambiabas de posición se te congelaba hasta el corazón y sólo se te veían los ojos y la nariz que echaba vaho como una locomotora. Decías buenas noches con los labios casi morados y el pelo se quedaba tieso de frío sobre esas mullidísimas almohadas de trozos de lana que parecían piedras. Para colmo todas las camas escondían un secreto en la oscuridad de sus bajeras: el orinal. No podía faltar el orinal. Me ponía a temblar sólo de pensarlo. Salir de la lata de sardinas. Ni hablar. Concentración total si me sobrevenía la incontinencia. Así que, entre unas cosas y otras, cuando te levantabas, no había manera de enderezarte para meterte en esos vaqueros que se habían quedado rígidos como una estatua. Y de la ducha mejor ni hablamos, todavía no había llegado a la edad del pavo y no necesitaba acicalarme para ir a por agua a la fuente, o para corretear con mis amigos. Esos días llegarán más adelante, con la loca adolescencia y no menos loca juventud. Sí, sí...¡qué gusto pasar los primeros días de la primavera en el pueblo!
Eran otros tiempos.
El desarrollo y la edad me han acercado un poco más al pueblo en otoño y las anécdotas correrán por las líneas de este blog, poco a poco.
Hoy muchos siguen sin entender esta debilidad mía hacia mi pueblo, y ni si quiera mi madre me entendía, pero le encantaba como lo disfrutaba. Y es que a mí me merecía la pena. Siempre me ha merecido la pena pasar un par de días en La Hoya. Se me renueva la sangre. Huele distinto: a chimenea. a naturaleza, y se agradece una bocanada de aire puro. Una dosis de otra realidad, más lenta.
Ya en Madrid, en el salón de casa veía el telediario con mis padres, mientras cenábamos en familia, y cuando salía Mariano Medina, el famoso y televisivo hombre del tiempo, con un mapa plagado de nubes y símbolos de hielo, diciendo que bajaban las temperaturas, lo primero que decíamos era pues imagínate en La Hoya. Y sí, casi que me imaginaba congelados a Isabel y a Isidro a Rosario y Emiliano, Pilar y Coca y los otros pocos lobos autóctonos que han cuidado del pueblo, de su pueblo aferrados a sus raíces. Sufriendo, sintiendo, disfrutando, viviendo La Hoya.
La rutina del colegio me engullía durante el invierno y no me planteaba volver por allí hasta Semana Santa y si acaso. Con los colores de la primavera, el viaje en la tartana de mi padre parecía más llevadero y el destartalado congelador que teníamos por casa nos parecía más acogedor. Pero...jolín, qué frío he pasado yo en la casa del Charquillo. Sí, sí, mucha chimenea pero allí no había quien parase. Con la bata de guatiné encima del esquijama y encima un jersey de lana de esos bien gordos, y encima una cazadora de piel de borrego y encima una mantita y por supuesto dos pares de calcetines y todo eso junto a la chimenea, a ver quien era el valiente que iba al baño o a la cocina o...a la cama. ¡Ha, esto si que es bueno! meterse en la cama era todo un espectáculo.
Daba igual qué cama eligieses, todas estaban congeladas, con unas sábana tiesas como el demonio, -que diría mi madre. Con ese afán de las madres, por guardar y utilizar las cosas de la abuela, que sí, que a mí me encantan, os lo aseguro. Pero dentro de un orden, mamá. "¿no podemos traernos unas sabanitas de casa? que ya sé que tienes mucho cariño a estas y que están bien, si mamá, muy bien, pero no veas cómo rascan y más cuando están como témpanos de hielo"
La verdad, es que era así, pero a mí en el fondo me daba igual. Tampoco era para tanto pensaba a mis diez años. Total, una vez dentro estabas tan a gusto en ese colchón de lana, con esos kilos de mantas que te aprisionaban y no te podías mover en toda la noche, porque si cambiabas de posición se te congelaba hasta el corazón y sólo se te veían los ojos y la nariz que echaba vaho como una locomotora. Decías buenas noches con los labios casi morados y el pelo se quedaba tieso de frío sobre esas mullidísimas almohadas de trozos de lana que parecían piedras. Para colmo todas las camas escondían un secreto en la oscuridad de sus bajeras: el orinal. No podía faltar el orinal. Me ponía a temblar sólo de pensarlo. Salir de la lata de sardinas. Ni hablar. Concentración total si me sobrevenía la incontinencia. Así que, entre unas cosas y otras, cuando te levantabas, no había manera de enderezarte para meterte en esos vaqueros que se habían quedado rígidos como una estatua. Y de la ducha mejor ni hablamos, todavía no había llegado a la edad del pavo y no necesitaba acicalarme para ir a por agua a la fuente, o para corretear con mis amigos. Esos días llegarán más adelante, con la loca adolescencia y no menos loca juventud. Sí, sí...¡qué gusto pasar los primeros días de la primavera en el pueblo!
Eran otros tiempos.
El desarrollo y la edad me han acercado un poco más al pueblo en otoño y las anécdotas correrán por las líneas de este blog, poco a poco.
Hoy muchos siguen sin entender esta debilidad mía hacia mi pueblo, y ni si quiera mi madre me entendía, pero le encantaba como lo disfrutaba. Y es que a mí me merecía la pena. Siempre me ha merecido la pena pasar un par de días en La Hoya. Se me renueva la sangre. Huele distinto: a chimenea. a naturaleza, y se agradece una bocanada de aire puro. Una dosis de otra realidad, más lenta.
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