Ya en Madrid, en el salón de casa veía el telediario con mis padres, mientras cenábamos en familia, y cuando salía Mariano Medina, el famoso y televisivo hombre del tiempo, con un mapa plagado de nubes y símbolos de hielo, diciendo que bajaban las temperaturas, lo primero que decíamos era pues imagínate en La Hoya. Y sí, casi que me imaginaba congelados a Isabel y a Isidro a Rosario y Emiliano, Pilar y Coca y los otros pocos lobos autóctonos que han cuidado del pueblo, de su pueblo aferrados a sus raíces. Sufriendo, sintiendo, disfrutando, viviendo La Hoya.
La rutina del colegio me engullía durante el invierno y no me planteaba volver por allí hasta Semana Santa y si acaso. Con los colores de la primavera, el viaje en la tartana de mi padre parecía más llevadero y el destartalado congelador que teníamos por casa nos parecía más acogedor. Pero...jolín, qué frío he pasado yo en la casa del Charquillo. Sí, sí, mucha chimenea pero allí no había quien parase. Con la bata de guatiné encima del esquijama y encima un jersey de lana de esos bien gordos, y encima una cazadora de piel de borrego y encima una mantita y por supuesto dos pares de calcetines y todo eso junto a la chimenea, a ver quien era el valiente que iba al baño o a la cocina o...a la cama. ¡Ha, esto si que es bueno! meterse en la cama era todo un espectáculo.
Daba igual qué cama eligieses, todas estaban congeladas, con unas sábana tiesas como el demonio, -que diría mi madre. Con ese afán de las madres, por guardar y utilizar las cosas de la abuela, que sí, que a mí me encantan, os lo aseguro. Pero dentro de un orden, mamá. "¿no podemos traernos unas sabanitas de casa? que ya sé que tienes mucho cariño a estas y que están bien, si mamá, muy bien, pero no veas cómo rascan y más cuando están como témpanos de hielo"
La verdad, es que era así, pero a mí en el fondo me daba igual. Tampoco era para tanto pensaba a mis diez años. Total, una vez dentro estabas tan a gusto en ese colchón de lana, con esos kilos de mantas que te aprisionaban y no te podías mover en toda la noche, porque si cambiabas de posición se te congelaba hasta el corazón y sólo se te veían los ojos y la nariz que echaba vaho como una locomotora. Decías buenas noches con los labios casi morados y el pelo se quedaba tieso de frío sobre esas mullidísimas almohadas de trozos de lana que parecían piedras. Para colmo todas las camas escondían un secreto en la oscuridad de sus bajeras: el orinal. No podía faltar el orinal. Me ponía a temblar sólo de pensarlo. Salir de la lata de sardinas. Ni hablar. Concentración total si me sobrevenía la incontinencia. Así que, entre unas cosas y otras, cuando te levantabas, no había manera de enderezarte para meterte en esos vaqueros que se habían quedado rígidos como una estatua. Y de la ducha mejor ni hablamos, todavía no había llegado a la edad del pavo y no necesitaba acicalarme para ir a por agua a la fuente, o para corretear con mis amigos. Esos días llegarán más adelante, con la loca adolescencia y no menos loca juventud. Sí, sí...¡qué gusto pasar los primeros días de la primavera en el pueblo!
Eran otros tiempos.
El desarrollo y la edad me han acercado un poco más al pueblo en otoño y las anécdotas correrán por las líneas de este blog, poco a poco.
Hoy muchos siguen sin entender esta debilidad mía hacia mi pueblo, y ni si quiera mi madre me entendía, pero le encantaba como lo disfrutaba. Y es que a mí me merecía la pena. Siempre me ha merecido la pena pasar un par de días en La Hoya. Se me renueva la sangre. Huele distinto: a chimenea. a naturaleza, y se agradece una bocanada de aire puro. Una dosis de otra realidad, más lenta.
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