miércoles, 2 de septiembre de 2015

Las coletas de mi prima

En la comarca de La Hoya las carreteras marean con sólo mirarlas. Una curva y después otra y otra más te voltean el cerebro sin miramientos, hasta que llegas desde Madrid a la calle El Charquillo con las ideas tambaleándose y te encuentras con la recta más recta que jamás he visto: la que divide la cabeza de mi prima en dos partes iguales, simétricas, perfectas. Ni un pelo de más en un lado que en otro. ¡Fantásticas dos coletas!

Se acercaban los 80 y como en un cuento de princesas, mi tía, peinaba la larga melena azabache de la pequeña de la familia. Cuando estaba lisa y sedosa cogía la púa más gorda de uno de esos peines de pasta que había en la casa del pueblo y a modo de lapicero trazaba una línea recta perfecta desde el inicio de la frente hasta la nuca consiguiendo dividir la cabeza de nuestra particular Rapunzzel, en dos hemisferios casi idénticos. Una goma de colores con dos bolas bien gordas esperaba entre los labios de la mañosa peluquera y cuando el pelo estaba tan estirado que la frente de la niñita se había quedado inexpresiva y sus ojos abiertos como platos… ¡Zas! tres vueltas a la goma para sujetar el pelo que quedaba rabiosamente apretado, con el moñete bien pegado a la cabeza y el resto colgando en dos cascadas que se balanceaban al ritmo de los juegos de niña de mi prima.

Durante años compartimos la casa familiar con nuestros padres, hermanos y la abuela Josefa.

¡Qué pelo tan blanco y que sonrisa tan dulce tenía la yaya!

Allí pasábamos los veranos todos apretujados: dormíamos en una habitación cueva, sin ventanas y con las paredes sinuosas; convivíamos en un salón con muebles viejos; en la cocina minúscula cocinaban las mujeres de la familia y decorando las húmedas paredes nos acompañaban unos murgaños que nos hacían llorar de miedo hasta que nuestras madres sacaban los escobones para cargarse a las arañas pataslargas que nos quitaban el sueño.
Así pasábamos los veranos toda la familia, cada uno con nuestras pandillas según la edad. Los hombres con los hombres, las mujeres con las mujeres, los mayores con los mayores y los pequeños con los pequeños.

Mi prima, sus coletas y yo jugábamos a los cacharritos y las comiditas alrededor del charquillo: Ese pozo que nos daba agua para fregar y otras tareas domésticas. Hacíamos trenzas con los juncos que crecían en la charca formada por el agua que bajaba desde la sierra, y con las uvas a medio madurar y los colgajos de hierba en forma de tirabuzón que crecían en una parra hacíamos las delicias de nuestros muñecos. Fuimos aprendices de madres con un Nenuco, el Baby Mocosete y otros regordetes de plástico con los ojos tuertos de tanto usarlos. No eran tiempos de delgadas barbies; como mucho una Nancy y una Leslie llegaron a la puerta de nuestra casa del pueblo, una vez desterradas del piso de Madrid; y allí tenían que esperar las guapetonas muñecas a que las cambiásemos de ropa después de la merienda de los bebés de plástico.

Jugábamos y jugábamos sin parar a pesar de que la diferencia de edad nos hacía tener encontronazos propios de la infancia.
Ella, dos años más pequeña, pecosa, regordeta y siempre con ganas de jugar tenía que venir conmigo como si fuésemos un pack inseparable. Yo me enfadaba y pillábamos unos berrinches de esos que levantan dolor de cabeza y ponen de mal humor a la madre más paciente.
Lo siento, pero no podía evitarlo, mi ego de mayor se veía dañado; ella corría menos y me pillaban si jugábamos al rescate. Y no digamos si jugábamos al escondite y luego no sabía donde estaba mi prima. Otra llantina asegurada.

Cada mañana cuando nos levantábamos esperaba a que mi tía sacase su arma de pasta con púas y sujetase a mi prima del pelo.  Mientras estaban concentradas en los enredos y tirones, yo aprovechaba para ponerme uno de los vestidos que teníamos iguales. Como ella ya estaba vestida y sujeta por la melena, seguro que conseguía no tener que ir vestida igual que ella.

¡Ha, ha! Era misión imposible. Según acababa la sesión de peluquería en la que, quien sabe si ese día las coletas se convertirían en trenzas enrolladas alrederor de las gomas como si se tratase de dos moños de fallera valenciana, empezaban los llantos.

- ¡Qué lucha, señor, qué lucha!, pensaba mi mente de prima mayor. ¡Grrr! Mi madre y mi tía no entendían que a mí no me gustaba ir vestida igual que nadie, ¡Jopé!

- Pero hija, mira a tu hermana y a tu prima mayor les encanta ir iguales. Me decía mi madre para convencerme.

- Pues a mí, no, no y ¡No!

Así que el llanto que había empezado la pequeña porque quería ir vestida como la mayor, acababa con el llanto de la mayor que no quería ir vestida como la pequeña. ¡Otra vez una fiesta de lágrimas en la casa de la abuela!

Cada vez que mi madre decía, mira te voy a hacer esto, me echaba a temblar porque la continuación era, y a tu prima también.
Conseguí que alguno de los modelos tuviesen distinto color y que si el mío tenía cuello de pico, el otro fuese redondo. Nadie sabe los disgustos que nos llevábamos todos, mi madre, mi tía, mi prima, sus coletas y yo.

Pero las dos teníamos algo en común: Nos encantaba el pueblo y entre berrinche y berrinche se iba forjando una amistad que hoy dura por encima de enfados y tristezas de niñas, al igual que el encantamiento por La Hoya.

Con el paso de los años, cambió nuestra forma de vida en el pueblo. El reparto de herencias hizo que dejásemos de compartir casa y la pecosa, regordeta y risueña Rapunzzel se fue a vivir con su familia a la casa de pitufos que dio color azul a la calle El Charquillo.
Nuestras casas quedaron separadas por una calle recta como la línea que separaba sus supercoletas lisas y negras. Pero al igual que ocurría entre los dos lados de su pelo negro, se trataba de una separación virtual.

Mi prima fue creciendo, sus coletas acortándose y la diferencia de edad se difuminó.

Unos años con el pelo corto y otros largo, siempre con pecas. Con novio o sin él; con amigos o sin ellos, comenzamos a disfrutar de todo lo que podíamos compartir. Sin miramientos, sin barreras. Partidos de fútbol por aquí, bailes por allá, merendolas, excursiones, chapuzones en el pilón y todo los demás. Sus dos coletas se hicieron famosas en el lugar, y su divertidísima hiperactividad empezó a marcar el ritmo de la pandilla.
Hoy lo veo claro, en el mundo de los niños siempre se repite el mismo esquema. Cuando tienes cinco años ya eres mayor y no quieres saber nada de los de tres, lo mismo les pasa a los de cuatro con los de dos o a los de ocho con los de seis. Poco a poco la vida te pone en tu sitio, las edades se equiparan y empiezas a saborear el valor de la amistad. 

No puedo imaginarme que las cosas fuesen de otra manera. ¡Ay,  se me escapa un suspiro al pensar en aquella época! y ojo a quien se le ocurra meterse con las coletas de mi prima. Aquí estoy yo, la mayor, para defenderla.

Ojalá les pase lo mismo a nuestros hijos, que ahora lloran porque el mayor no quiere ir con el pequeño y el pequeño no quiere separarse del mayor, pero al final comparten juegos y pandilla como su madre y yo. Sueño con que se esté forjando una amistad entre ellos y que con el paso de los años suspiren por esta época tan bonita de infancia y pueblo.

Las coletas se conviertieron en cortes de pelo a la moda, la mayor corre hoy menos que la pequeña y la ropa se comparte sin envidias ni llantos si es que la talla acompaña. Y no sólo eso, las llantinas de antaño se han convertido en risas compartidas y mucho más y se echan de menos las dos coletas de mis recuerdos, con la recta más recta de la comarca de La Hoya, por donde ahora corre nuestra vida unida por una línea imaginaria.

Ahora mi prima es alta y delgada, tiene el pelo largo y caoba y también podría hacerse dos fantásticas coletas.








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