Se acercaban los 80 y como en un cuento de princesas, mi
tía, peinaba la larga melena azabache de la pequeña de la familia. Cuando
estaba lisa y sedosa cogía la púa más gorda de uno de esos peines de pasta que
había en la casa del pueblo y a modo de lapicero trazaba una línea recta
perfecta desde el inicio de la frente hasta la nuca consiguiendo dividir la
cabeza de nuestra particular Rapunzzel, en dos hemisferios casi idénticos. Una
goma de colores con dos bolas bien gordas esperaba entre los labios de la
mañosa peluquera y cuando el pelo estaba tan estirado que la frente de la
niñita se había quedado inexpresiva y sus ojos abiertos como platos… ¡Zas! tres
vueltas a la goma para sujetar el pelo que quedaba rabiosamente apretado, con
el moñete bien pegado a la cabeza y el resto colgando en dos cascadas que se balanceaban
al ritmo de los juegos de niña de mi prima.
Durante
años compartimos la casa familiar con nuestros padres, hermanos y la abuela
Josefa.
¡Qué
pelo tan blanco y que sonrisa tan dulce tenía la yaya!
Allí
pasábamos los veranos todos apretujados: dormíamos en una habitación cueva, sin
ventanas y con las paredes sinuosas; convivíamos en un salón con muebles
viejos; en la cocina minúscula cocinaban las mujeres de la familia y decorando
las húmedas paredes nos acompañaban unos murgaños que nos hacían llorar de
miedo hasta que nuestras madres sacaban los escobones para cargarse a las
arañas pataslargas
que nos quitaban el sueño.
Así
pasábamos los veranos toda la familia, cada uno con nuestras pandillas según la
edad. Los hombres con los hombres, las mujeres con las mujeres, los mayores con
los mayores y los pequeños con los pequeños.
Mi
prima, sus coletas y yo jugábamos a los cacharritos y las comiditas alrededor
del charquillo: Ese pozo que nos daba agua para fregar y otras tareas
domésticas. Hacíamos trenzas con los juncos que crecían en la charca formada
por el agua que bajaba desde la sierra, y con las uvas a medio madurar y los
colgajos de hierba en forma de tirabuzón que crecían en una parra hacíamos las
delicias de nuestros muñecos. Fuimos aprendices de madres con un Nenuco, el
Baby Mocosete y otros regordetes de plástico con los ojos tuertos de tanto
usarlos. No eran tiempos de delgadas barbies; como mucho una Nancy y una Leslie
llegaron a la puerta de nuestra casa del pueblo, una vez desterradas del piso
de Madrid; y allí tenían que esperar las guapetonas muñecas a que las
cambiásemos de ropa después de la merienda de los bebés de plástico.
Jugábamos
y jugábamos sin parar a pesar de que la diferencia de edad nos hacía tener
encontronazos propios de la infancia.
Ella,
dos años más pequeña, pecosa, regordeta y siempre con ganas de jugar tenía que
venir conmigo como si fuésemos un pack inseparable. Yo me enfadaba y pillábamos
unos berrinches de esos que levantan dolor de cabeza y ponen de mal humor a la
madre más paciente.
Lo
siento, pero no podía evitarlo, mi ego de mayor se veía dañado; ella corría
menos y me pillaban si jugábamos al rescate. Y no digamos si jugábamos al
escondite y luego no sabía donde estaba mi prima. Otra llantina asegurada.
Cada
mañana cuando nos levantábamos esperaba a que mi tía sacase su arma de pasta
con púas y sujetase a mi prima del pelo.
Mientras estaban concentradas en los enredos y tirones, yo aprovechaba
para ponerme uno de los vestidos que teníamos iguales. Como ella ya estaba
vestida y sujeta por la melena, seguro que conseguía no tener que ir vestida
igual que ella.
¡Ha,
ha! Era misión imposible. Según acababa la sesión de peluquería en la que,
quien sabe si ese día las coletas se convertirían en trenzas enrolladas
alrederor de las gomas como si se tratase de dos moños de fallera valenciana,
empezaban los llantos.
-
¡Qué lucha, señor, qué lucha!, pensaba mi mente de prima mayor. ¡Grrr! Mi madre
y mi tía no entendían que a mí no me gustaba ir vestida igual que nadie, ¡Jopé!
-
Pero hija, mira a tu hermana y a tu prima mayor les encanta ir iguales. Me
decía mi madre para convencerme.
-
Pues a mí, no, no y ¡No!
Así
que el llanto que había empezado la pequeña porque quería ir vestida como la
mayor, acababa con el llanto de la mayor que no quería ir vestida como la
pequeña. ¡Otra vez una fiesta de lágrimas en la casa de la abuela!
Cada
vez que mi madre decía, mira te voy a hacer esto, me echaba a temblar porque la
continuación era, y a tu prima también.
Conseguí
que alguno de los modelos tuviesen distinto color y que si el mío tenía cuello
de pico, el otro fuese redondo. Nadie sabe los disgustos que nos llevábamos
todos, mi madre, mi tía, mi prima, sus coletas y yo.
Pero
las dos teníamos algo en común: Nos encantaba el pueblo y entre berrinche y
berrinche se iba forjando una amistad que hoy dura por encima de enfados y
tristezas de niñas, al igual que el encantamiento por La Hoya.
Con
el paso de los años, cambió nuestra forma de vida en el pueblo. El reparto de
herencias hizo que dejásemos de compartir casa y la pecosa, regordeta y risueña
Rapunzzel se fue a vivir con su familia a la casa de pitufos que dio color azul
a la calle El Charquillo.
Nuestras
casas quedaron separadas por una calle recta como la línea que separaba sus
supercoletas lisas y negras. Pero al igual que ocurría entre los dos lados de
su pelo negro, se trataba de una separación virtual.
Mi
prima fue creciendo, sus coletas acortándose y la diferencia de edad se
difuminó.
Unos
años con el pelo corto y otros largo, siempre con pecas. Con novio o sin él;
con amigos o sin ellos, comenzamos a disfrutar de todo lo que podíamos
compartir. Sin miramientos, sin barreras. Partidos de fútbol por aquí, bailes
por allá, merendolas, excursiones, chapuzones en el pilón y todo los demás. Sus
dos coletas se hicieron famosas en el lugar, y su divertidísima hiperactividad
empezó a marcar el ritmo de la pandilla.
Hoy lo veo claro, en el mundo de los niños siempre se
repite el mismo esquema. Cuando tienes cinco años ya eres mayor y no quieres
saber nada de los de tres, lo mismo les pasa a los de cuatro con los de
dos o a los de ocho con los de seis. Poco a poco la vida te pone en tu sitio,
las edades se equiparan y empiezas a saborear el valor de la amistad.
No puedo imaginarme que las cosas fuesen de otra manera. ¡Ay, se me escapa un suspiro al pensar en aquella
época! y ojo a quien se le ocurra meterse con las coletas de mi prima. Aquí
estoy yo, la mayor, para defenderla.
Ojalá
les pase lo mismo a nuestros hijos, que ahora lloran porque el mayor no quiere
ir con el pequeño y el pequeño no quiere separarse del mayor, pero al final
comparten juegos y pandilla como su madre y yo. Sueño con que se esté forjando
una amistad entre ellos y que con el paso de los años suspiren por esta época
tan bonita de infancia y pueblo.
Las coletas se conviertieron en cortes de pelo a la moda,
la mayor corre hoy menos que la pequeña y la ropa se comparte sin envidias ni
llantos si es que la talla acompaña. Y no sólo eso, las llantinas de antaño se
han convertido en risas compartidas y mucho más y se echan de menos las dos
coletas de mis recuerdos, con la recta más recta de la comarca de La Hoya, por
donde ahora corre nuestra vida unida por una línea imaginaria.
Ahora mi prima es alta y delgada, tiene el pelo largo y
caoba y también podría hacerse dos fantásticas coletas.
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