jueves, 22 de diciembre de 2011

Un calbote muy tierno

Tengo un baúl imaginario  en el que guardo mi color preferido, canciones especiales, olores evocadores y palabras mágicas. Hoy saco de mi baúl la palabra calbote para despedir el otoño, este primer día de invierno.

calbote: castaña asada (según el diccionario de la Real Academia Española)

Es obvio que me gustan las palabras y jugar con ellas. Cuando alguna me llama la atención me la guardo para utilizarla en el momento adecuado. Podría dedicarle unas líneas al juego entre calbote y calvete, por aquello de la similitud ortográfica pero en mi vocabulario personal calbote significa mucho más que castaña asada, es una palabra entrañable. Para el recuerdo.
Un día de un otoño del siglo XX fui a La Hoya en el puente de Todos los Santos, fecha de castañas por excelencia. Hacía frío pero los días eran bonitos y en el pueblo se respiraba tranquilidad. Las tardes pasaban lentas y no había mucho que hacer más que buscar compañía al calor de alguna chimenea. Por las calles ni un alma. Abrigada hasta las orejas llegué al bar. El silencio de la calle se convirtió en bullicio al abrir la puerta.  Un montón de caras conocidas coloradas por el vino, el aire frío y rudo de la montaña y ahora también por el calor de la estufa de hierro, me saludaron con una sonrisa pasmada. Eran los hombres del pueblo que pasaban el tiempo asando unas castañas típicas de la zona.
La primera reacción al verme por allí fue de sorpresa. No era habitual  que los de la capital nos dejásemos ver en noviembre.  La segunda fue invitarme a un calbote.
-¿un qué? pregunté yo
-un calbote, una casataña asada. Aquí se llaman así, me dijo Avelino
-no tenía ni idea. ¡qué bueno! calbote, calbote, calbote. Me repetí una y otra vez para que no se me olvidase nunca
Me comí uno, que Avelino me ofreció de su mano curtida por el duro trabajo del campo.
Nada hacía presagiar que esta palabra se me clavaría a fuego más allá de la memoria.
Había aprendido una palabra nueva y me la había enseñado un lobo de pura raza: Canoso, mas bien bajo, amable, padre de dos hijos, marido de una mujer tranquila. Avelino se llamaba y fue la última vez que le vi. La sinrazón de unos disparos, unos meses después, se lo llevó para siempre, con sus hijos, dejando a su mujer y al pueblo entero sumido en un escalofriante e inolvidable aullido.*
Sirva este cuento de otoño para recordar a los que ya no están ahora que llega la Navidad.

¡¡¡Aaauuuuuu!!!



*Este espeluznante y triste capítulo de la historia de La Hoya tendrá su momento. 

jueves, 15 de diciembre de 2011

Cerrado por vacaciones

No tengo recuerdos de mi infancia en La Hoya en otoño. Siempre he tenido la sensación de que al acabar agosto, el pueblo se cerraba por vacaciones. Las casas y las calles se quedaban vacías. Y desde las comodidades de la ciudad, no me podía imaginar la vida allí cuando el otoño se adelantaba y se precipitaba hacia el frío y silencioso invierno.

Ya en Madrid, en el salón de casa veía el telediario con mis padres, mientras cenábamos en familia, y cuando salía Mariano Medina, el famoso y televisivo hombre del tiempo,  con un mapa plagado de nubes y símbolos de hielo, diciendo que bajaban las temperaturas, lo primero que decíamos era pues imagínate en La Hoya. Y sí, casi que me imaginaba congelados a Isabel y a Isidro a Rosario y Emiliano, Pilar y Coca y los otros pocos lobos autóctonos que han cuidado del pueblo, de su pueblo aferrados a sus raíces. Sufriendo, sintiendo, disfrutando, viviendo La Hoya.

La rutina del colegio me engullía durante el invierno y no me planteaba volver por allí hasta Semana Santa y si acaso. Con los colores de la primavera, el viaje en la tartana de mi padre parecía más llevadero y el destartalado congelador que teníamos por casa nos parecía más acogedor. Pero...jolín, qué frío he pasado yo en la casa del Charquillo. Sí, sí, mucha chimenea pero allí no había quien parase. Con la bata de guatiné encima del esquijama y encima un jersey de lana de esos bien gordos, y encima una cazadora de piel de borrego y encima una mantita y por supuesto dos pares de calcetines y todo eso junto a la chimenea, a ver quien era el valiente que iba al baño o a la cocina o...a la cama. ¡Ha, esto si que es bueno! meterse en la cama era todo un espectáculo.

Daba igual qué cama eligieses, todas estaban congeladas, con unas sábana tiesas como el demonio, -que diría mi madre. Con ese afán de las madres, por guardar y utilizar las cosas de la abuela, que sí, que a mí me encantan, os lo aseguro. Pero dentro de un orden, mamá. "¿no podemos traernos unas sabanitas de casa? que ya sé que tienes mucho cariño a estas y que están bien, si mamá, muy bien, pero no veas cómo rascan y más cuando están como témpanos de hielo"

La verdad, es que era así, pero a mí en el fondo me daba igual. Tampoco era para tanto pensaba a mis diez años. Total, una vez dentro estabas tan a gusto en ese colchón de lana, con esos kilos de mantas que te aprisionaban y no te podías mover en toda la noche, porque si cambiabas de posición se te congelaba hasta el corazón y sólo se te veían los ojos y la nariz que echaba vaho como una locomotora. Decías buenas noches con los labios casi morados y el pelo se quedaba tieso de frío sobre esas mullidísimas almohadas de trozos de lana que parecían piedras. Para colmo todas las camas escondían un secreto en la oscuridad de sus bajeras: el orinal. No podía faltar el orinal. Me ponía a temblar sólo de pensarlo. Salir de la lata de sardinas. Ni hablar. Concentración total si me sobrevenía la incontinencia. Así que, entre unas cosas y otras, cuando te levantabas, no había manera de enderezarte para meterte en esos vaqueros que se habían quedado rígidos como una estatua. Y de la ducha mejor ni hablamos, todavía no había llegado a la edad del pavo y no necesitaba acicalarme para ir a por agua a la fuente, o para corretear con mis amigos. Esos días llegarán más adelante, con la loca adolescencia y no menos loca juventud. Sí, sí...¡qué gusto pasar los primeros días de la primavera en el pueblo!

Eran otros tiempos.

El desarrollo y la edad me han acercado un poco más al pueblo en otoño y las anécdotas correrán por las líneas de este blog, poco a poco.

Hoy muchos siguen sin entender esta debilidad mía hacia mi pueblo, y ni si quiera mi madre me entendía, pero le encantaba como lo disfrutaba. Y es que a mí me merecía la pena. Siempre me ha merecido la pena pasar un par de días en La Hoya. Se me renueva la sangre. Huele distinto: a chimenea. a naturaleza, y se agradece una bocanada de aire puro. Una dosis de otra realidad, más lenta.




miércoles, 12 de octubre de 2011

Pocholo, Cayetano y Borjamari

Los nombres propios cambian con los tiempos. Como en la moda, existen tendencias. En las décadas de los 60 y 70 algunos de los nombres más comunes fueron Francisco Javier, José luis o Antonio para los varones y María del Carmen, María del Pilar, María Teresa o Ana María para las mujeres (en Madrid y Salamanca)

Ahora hay una apuesta clara por lo vintage, ese concepto tan molón para denominar a los trajes, complementos y elementos de decoración de otras épocas que aumentan el caché de quien los consume. En el caso de los nombres vuelven los medievales muy castellanos como Jimena, Rodrigo y Gonzalo. También hemos sucumbido a los encantos de Mateo y Nicolás que vienen pisando fuerte. En esto de los nombres de pila somos de lo más trendy, los tenemos todos y atrás quedaron José, Carmen, Antonio y Pilar por no hablar de Emilianos, Remes o Avelinos. 

Con esto podríamos decir que en el pueblo estamos en el trending topic de los nombres más populares del momento. Pero la moda es cíclica y todo vuelve. Hubo un tiempo en que te ponían un nombre y luego te llamaban como les daba la gana, no se sabe muy bien porqué. O que eras un duplicado de tu madre o padre y te tocaba cargar con el diminutivo de turno. Fué la época dorada de los diminutivos y otros apelativos. ¡Horror! Espero que los habitantes de La Hoya no nos convirtamos en fashion victim de esa moda vintage y no recuperemos los diminutivos sesenteros y setenteros que nuestros padres pusieron de moda en el pueblo.

Y es que no deja de ser curioso que los chicos de la pandilla se llamasen como se llamasen tuviesen un diminutivo chachi, chachi. Claro que, echando un vistazo a la generación anterior, la de nuestros padres, algo hacía presagiar lo que se avecinaba, El Gacho, El Chato, Ruche y Rancha abrían la moda del cheismo (vocablo que me invento para denominar a este uso desproporcionado de la ch). Hasta Goriche el cartero que era del pueblo de al lado lucía la ch en su nombre. Tal vez para no tener problemas con el enemigo. Así, mis amigos y los amigos de mis amigos respondían a Chuchi, Chiqui, Chago, Ruche, Chewi, Chirli, Tucho, Chiri y Chete y nadie sabía qué nombre propio se correspondía con cada uno de estos nombrecillos tan chulos. Pues sí, con ellos crecieron José Antonio, José Luis, Jose, Santiago, Carlos, Alberto y Ramón, creo, porque yo pocas veces les he llamado por su nombre original. Es más, a algunos de ellos, nunca les reconocería por su propio nombre propio. Y aún se puede rizar más el rizo, también tenemos una versión mucho más chirriante que es el diminutivo del propio diminutivo así, Chago ha sido Chaguete hasta que cumplió los treinta, y puede que me quede corta.

Las chicas de la época tuvimos más suerte porque esto no pasaba con nuestros nombres, que podían ser más o menos monos  pero conservábamos al menos la raíz del nombre que se nos había puesto en el bautismo.

Hay otros trabalenguas nominales en esta variopinta localidad salmantina de cuarenta y pocos habitantes censados. Así que, si eres sociable y te tomas algo en el único bar del pueblo ten cuidado cuando vayas a pagar una ronda a Emiliano, y asegúrate de a quién se la estás pagando porque te puede salir cara. Si no estás al tanto estarás invitando a  Emi, Lín, Emilianín, Mila, Meli, Emilio, Emilito, Mili, Milines y quien sabe quién es quién o cómo se llama cada cual. Todavía hoy, hay que andar dando explicaciones para reconocerles: el hijo del alcalde, el mayor del sastre, el primero de Milagros, la mujer del Tortas, el padre de Angelete, La madre de Emilito. ¡Jesús, qué lio!

Aún hay más juegos de palabras curiosos, aunque en menor medida, por ejemplo Vitor, la Vitor, Vitoria, María Victoria y Vitorita que realmente no se sabe si son una, dos o cinco personas distintas. Todo depende de quién te los presente por primera vez. Lo mejor, volver a los datos infalibles: el reconocimiento por parentesco. Padre de, madre de, hermana, hija, abuelo de

Otra modalidad son los sin nombre, que son aquellos que siempre han sido conocidos por el ADN familiar y las coordenadas de ubicación de su casa y que por más que te digan el nombre, necesitas una pista contundente para ponerles cara y aún así, lo consigues a duras penas. Algo así como el marido de la prima de la hija de la que vive en la casa de al lado de la fuente de abajo...

Seguro, segurísimo que yo, que llevo aquí toda la vida, no conozco el nombre propio de más de uno.
Parece que en estos primeros años del siglo XXI la moda es poner nombres que no tengan diminutivos y llamar a cada persona como le corresponde. ¡Me quedo mucho más tranquila!

¡Uf, y menos mal que esto no es Marbella! porque el top ten hubiese sido Pocholo y hubiésemos evolucionado hacia Cayetanos, Borjamaris y sus primos más cercanos.
Os dejo este link nombres y apellidos españoles del Instituto Nacional de Estadística por si os apetece pasar un rato viendo cuáles eran los nombres de moda en España desde antes de los años 30. También se puede afinar la búsqueda por provincias y buscar los apellidos más comunes por zonas y años. Curioso.
 

martes, 30 de agosto de 2011

Canuto, el monaguillo.

Todavía hace sol. Estamos jugando por las eras o en el prao de Merce, quizá escondidos en algún maizal, robando manzanas, montando en burro o cuchicheando en Las Peñas.
Una música sale de los altavoces de la iglesia. A veces se oye a Don Manuel llamando a sus pequeños feligreses, que se resisten a dejar sus juegos. Nunca tuvo mucho poder de persuasión, el hombre.
Empieza la novena. Durante nueve días la iglesia abre sus puertas al atardecer para todos aquellos que quieran participar en este ritual religioso que nos lleva al día grande. El último domingo del mes de agosto, en el que el pueblo se engalana para honrar a su patrón: El Espíritu Santo.
Con ocho años las cosas se ven de otro color y los momentos se hacen especiales por motivos distintos a los que la edad va tiñendo según las experiencias vividas.
Pertenezco a una generación arropada por unos padres nacidos en la guerra, muy marcados por la iglesia y la religión. Con unas creencias muy firmes y, en general, unos rituales de fe muy arraigados.
En aquella época, finales de los 70, nadie se cuestionaba si los niños hacían la comunión o no. Se cumplía una edad y se cumplía con el sacramento.  Los requisitos eran mínimos. Un mes de catequesis, y si acaso. Los niños, cuando comulgaban por primera vez, eran niños y no como ahora que son preadolescentees con cara de saber más que el mismísimo cura.

El caso es que, cuando sonaba aquella música en el pueblo, empezaba el desfile de mujeres arregladas para la ocasión, lo justo, porque el traje elegante había que dejarlo para la fiesta. Los hombres, menos y más discretos, pero también atusados, se dejaban caer en la parte de atrás de la iglesia. En esa zona sólo para hombres.¡Hay que ver! Y los niños dejábamos nuestros juegos y nos sentábamos delante. En aquellos bancos de madera, viejos, viejísimos, que crujían con sólo rozarlos.

Ya estábamos todos. Llegaba el momento de la aparición estelar. Taachaaannnn!!!! Felixín, Don Manuel y Canuto. Aquí estaban, por fin, el cura y los dos monaguillos. No puedo evitar sonreir al recordar la cara de Canuto. Siempre dirigiendo unas miradas pícaras y no tan inocentes a los amigos que ocupábamos los primeros bancos. Cuando tocaba darle la copa a Don Manuel, pues se la daba, cuando tocaba comulgar, pues comulgaba y cuando tocaba arrodillarse se arrodillaba. Este era su momento de gloria. Qué risa nos entraba cuando por debajo del altar, arrodillado en ese suelo de terrazo frío como el hielo, Canuto nos sacaba la lengua y nos enseñaba la forma de la comunión recién consagrada. Claro que no se debía hacer y que era irrespetuoso, pero éramos niños y no entendíamos ni una palabra de aquella misa. Rezos en latín y cánticos profundos de nuestras madres que no se enteraban de nada de lo que pasaba por debajo del altar. O sí, pero estaban encantadas porque sus niños las acompañaban a la novena y concentradas en no desafinar. ¡Jolín, con la cancioncita al Espíritu Santo! Algún día la escribiré para que no se olvide.

El color de la novena ha cambiado para mí, pero hay una parte de tradición que me gusta a rabiar. Una tradición que forma parte de la Historia de España y de pequeñas historias que han ido formando mi vida en La Hoya. Una tradición y unas costumbres que con el paso del tiempo adquieren más valor, como siempre digo. Hoy son vistas por otros ojos. Ojos de niño que pintan de otro color los mismos acontecimientos. Otros puntos de vista sobre unos rituales que no tienen el poder de otros tiempos. 

"Podéis ir en paz" sentenciaba Don Manuel y el escenario se descomponía. Los actores se marchaban en fila de a uno. Ahora Canuto era el primero, Don Manuel siempre en medio y Felixín, siempre serio e impasible, cerraba la comitiva. Las túnicas quedaban otra vez colgadas en el misterioso cuarto de la sacristía. Allí sigue la mesa de operaciones. Siempre me llamó la atención ese cuarto. Es como el camerino de un teatro o como el backstage de un desfile de moda. El sonido, las luces, todo el atrezzo está ahí. Así cada tarde a la misma hora durante 9 días, Don Manuel tocaba a la novena poniendo en marcha el tocadiscos a modo de campanas de iglesia. No sé si esto era moderno o muy antiguo pero era lo que había. ¡Qué rabia me daba que no hubiese campanas! El paso de los años y una economía más saneada que en los 70 han puesto las campanas en su sitio y repican con las mismas intenciones que el tocata de Don Manuel.

Antes de que la iglesia quedase en penumbra ya estábamos todos correteando otra vez por el pueblo. Los hombres, cura incluído, ronroneando por el bar de la Biani y las mujeres pensando en vestir al santo. Pero eso es otro cantar.

Aquel año, el de mi primera comunión, fui a la novena todos los días y el domingo de la fiesta me puse el vestido que mi madre había arreglado para la ocasión. Fui a misa y desde los primeros bancos de la iglesia seguí de cerca la actuación de mi amigo Canuto, el monaguillo. Esta vez concentrado en sus quehaceres.

Treinta y pico años después insisto a mi amigo, para que me acompañe al cuarto de la sacristía a buscar el vinilo con la canción que tocaba a misa cuando éramos pequeños. Mi hijo nos acompaña. Alucina pero no dice nada. A los niños les encanta subir a los escenarios y la iglesia llena de gente adecentando los altares es un escenario imponente, poco visto por sus ojos de cinco años. 
Buscamos en los cajones llenos de papeles con cánticos y oraciones, en los armarios llenos de sotanas de todos los colores, pero... ¡Qué pena! No queda rastro ni de disco ni de tocadiscos. Desistimos y nos vamos dejando atrás el olor añejo de la iglesia mientras las mujeres limpia que te limpia preparan la ermita para el día de la fiesta que ya se acerca. Este año el cura es nuevo y el papel de monaguillo está vacante, sin actor que quiera cubrirlo. "Se busca monaguillo" pregonan las mujeres buscando voluntario. 

Hoy Canuto no actúa, se retiró hace tiempo cuando la edad y la vida cambiaron de color. Aquel chaval se hizo mozo, sacó al Santo como marcaba la tradición, se casó, tuvo hijos y hoy compartimos, con el repicar de unos botellines, el recuerdo cariñoso de un tiempo que ya pasó. 

viernes, 26 de agosto de 2011

Once calles, once

La Hoya vista por http://www.sigpac.mapa.es/fega/visor
Doscientos dieciséis kilómetros separan la calle Badalona en el madrileño barrio de Fuencarral de la calle Charquillo en el salmantino pueblo de La Hoya. Distancia que de niña, separaba mi verano de mi invierno. Hoy dos horas y poco de camino en coche, ayer más bien tres. ¡Qué largo se me hacía el trayecto! Lo dividía en varias etapas: primero Villacastín, luego Ávila, Villatoro, Piedrahita y por fin llegaba Barco de Ávila, la meta volante que me lanzaba por una zigzagueante carretera a mi destino: La Hoya.

En ese tramo de carretera que tanto me ha mareado me sentía bien, empezaba a notar el aire que me transportaba a unos días inolvidables. A unas vivencias que el paso del tiempo hace más entrañables. Aparecía Becedas y ya sólo quedaban seis kilómetros, cuatro cuando veía San Bartolomé de Béjar  Unos cuantos metros más adelante cruzábamos la línea fronteriza entre Ávila y Salamanca. Ya quedaban pocas curvas para que asomara el alto de La Hoya. Esos 1250 metros de altura que me anunciaban la llegada. Por fin veía el perfil destartalado del pueblo y el cartel que me abría las puertas de un mundo recogido en un pequeño manojo de calles llenas de habitantes que le daban forma.  Forma que ha evolucionado con el pasar de los años.

Me lo conocía al dedillo a pesar de que los nombres de las calles no apareciesen por ninguna parte. Entonces no me interesaban, la verdad. Sólo de vez en cuando sonaba el Varrijollo, o la calleja del Cuerno, las Carretas o el barrio las Pulgas y en mi caso, un poco más el Charquillo que es la mía. Calle el Charquillo sin número, donde recibía las postales veraniegas de mis otros amigos, los de la ciudad y que tanta ilusión me hacían. Goriche era el cartero. Un cartero sabio. No necesitaba más que ver el nombre para saber a qué casa tenía que dirigirse. Siempre bien recibido aunque algún verano trajo noticias tristes.

No es que La Hoya fuese el pueblo de las calles sin nombre pero lo importante para mí eran mis amigos. Las referencias que tenía de pequeña eran las eras, donde el campo de fútbol más rural que he conocido nos esperaba a cualquier hora del día; el pilón, que tantas veces nos ha mojado, la iglesia, la escuelita, ya sin sus pupilos. La fuente de abajo con su agua fresca,  las peñas con sus secretos y así de hito en hito y de casa en casa recorría una y mil veces el pueblo. 
La calle de Enrique, la de Mayte, la de Vicente, la de Merce, la calle de Chewi y Sebi, la de Rosi y la de tantos otros. La de mi abuela y Chago, y la mía, que todavía hoy comparto con Mar, José Miguel, David…y una nueva pandilla de habitantes que aprenden a disfrutar del lugar mezclados con las anécdotas de quienes ya lo han hecho. Y en la que nunca falta el tierno saludo de una persona muy especial: Francisco, educado, y siempre amable con esos piropos tan característicos y nobles que pintan una sonrisa de oreja a oreja a todas las chicas, hoy mujeres, que nos sentimos más guapas que nunca cada vez que su sonrisa tímida nos agasaja con un que "delgada estás".

"Muchas gracias, Francisco, ¿qué tal todo?"
y sigue su camino desde otra perspectiva. La más entrañable del pueblo.

Pero el pueblo no se acababa aquí, también conocía praos con nombre propio: El Juntanal, La Pieza y otros que nos servían de escondite y eran nuestros centros de reunión y juegos. Al Tomillar íbamos a lavar y hasta la fuente La Teja llegaban nuestras risas y paseos. Y aún hay más, por supuesto, un poco más allá, después de la de Óscar, en el extraradio estaba la finca de mi amiga Ana, la de Béjar, con piscina y todo. Un lujo para quienes la compartíamos. 

Teníamos de todo y de nada. Comprábamos el pan y la leche en casa de Coca (antes en la calle de la Fuente) o en la del alcalde (antes en la calle Mayor). Y hay que decir que era pan-pan y leche-leche. Hasta un locutorio teníamos también en casa del alcalde. Hacíamos cola ante EL TELÉFONO (con mayúsculas), que nos esperaba colgado en una pared vociferando recados de unos y otros. ¡Esto si que es bueno!. Imposible de hacérselo creer a nuestros pequeños.  Ahora llevamos el móvil en el bolsillo y a cualquier hora y en cualquier lugar estamos localizados. 

Todo ha cambiado. Nos hemos actualizado y las calles han recibido su merecido bautismo y lucen sus nombres en unas placas presididas por un lobo que las presenta con orgullo.
Antes tenías que explicar que La Hoya era un pueblo muy pequeño que casi no aparecía en los mapas y ahora tecleas unas coordenadas en el ordenador y llegas hasta aquí sin perderte. Te muestra el recorrido con el nombre de las calles y si te descuidas apareces en camisón en las fotos de ruta.

De repente, en uno de mis tantos paseos, me da un vuelco el corazón, siento que algo no cuadra, me han quitado las Carretas porque no aparece en el registro del catastro y los Tom-Tom y otros GPs no la reconocen como calle. Entonces, mientras repaso las calles y lugares que antaño fueron importantes para mí, un reflejo de tristeza aparece también en mis ojos cuando miro al cielo y no encuentro el campanario de la iglesia. Se lo han tragado unas torres y el pobre aguanta abrumado el paso de los años, relegado a un segundo plano mientras la tecnología avanzan que no para. Y nos permite ver desde el cielo, nuestras calles, fincas, casas y los caminos que mayores y pequeños recorremos a pie correteando en familia o con el ya lento caminar de los de siempre que viven ajenos a programas informáticos como Sigpac o Google earth que ofrecen imágenes  en tres dimensiones de nuestro pequeño pueblo, con una resolución asombrosa. Cerquita, cerquita, cerquita o muy lejos, muy lejos. Así es como puedes moverte por el pueblo gracias a las imágenes que muestran estos programas. Clic, clic, clic y aparece cualquiera de esas calles que forman el ramillete del pueblo. Puedes probar aquí lo que la tecnología te muestra. Asombrarte y disfrutar de ello. Por aquello de innovar. Es el poder de la técnica. Como una ecografía en cuatro dimensiones que te deja boquiabierto cuando te muestra el ser que llevas dentro con una claridad que asusta.

Una extraña sensación recorre mi cuerpo al dar un paseo por las nubes y desde allí observar con asombro los lugares que he recorrido desde antes de saber andar. Pero no veo a nadie. Y aunque durante un rato disfruto de la novedad que me ofrece la realidad virtual, y recuerdo historias e imagino otras dejando que el futuro se adelante,  yo me quedo con el roce real de la gente que me saluda sentada a la puerta de su casa….En la calle Mayor, Varrijollo, de las Eras, de la Fuente, de los Corrales, Palomas, del Pino,  del Cuerno, de las Pulgas, del Portillo, y sus parcelas colindantes y por supuesto del Charquillo, donde vivo y saboreo estos ratos de verano imborrables en mi memoria y que no están al alcance de ninguna cámara. 

El skyline de La Hoya ha cambiado su perfil. Sus casas han crecido, más grandes y más altas. Sus gentes se han reorganizado en otras calles y han dado vida a otros lugares del pueblo. Menos corrales, menos ruinas y un boom inmobiliario que también creció al ritmo que marcaba la economía del país. 


Vaya un saludo para los nuevos del lugar y un recuerdo especial para las Carretas siempre presidida por esa casa grande, muy grande para mis ojos de niña, que hoy es la única que ha menguado en su rehabilitación y para el Charquillo, pozo que tanto agua nos dio y que hoy sobrevive sólo a medias al final de esta calle cortada que me sirve de inspiración para este blog.
Vaya un recuerdo para todos los rincones y habitantes del pueblo y para todas sus calles.
Once calles, once.


miércoles, 27 de julio de 2011

¿Bailas?

Parara paachuuunnn-paaaaachuuuuunn (aplicar ritmo de pasodoble de cuarto de hora de duración)

¡Bien! Nuestros vecinos están de fiesta.

"Habrá que ir, no?"

Adiós a la ciudad. Navacarros la nuit nos espera. Es nuestra primera gran cita del verano, no se necesita invitación aunque en ocasiones hubiese sido mejor tenerla. Garduños y lobos hemos estado siempre a la gresca. No sé por qué y no he encontrado respuesta en los libros. Supongo que por aquello de marcar el territorio y porque las Nintendo, PSPs y demás maquinitas marcianas son un entretenimiento con el que, por suerte, no contábamos en mi adolescencia. Aunque a veces nos hubiese venido bien descargar adrenalina machacando monstruitos y no tirando piedras al vecino. ¡La de brechas y sustos que hubiésemos evitado!

"Guapaaa, guaaapaaa y guaaapaaaaa", continúa el pasodoble. Otra vuelta.

Por su puesto que esto de las fiestas populares se vive con distinta intensidad dependiendo de la edad pero hay cosas que no cambian. Con María Magdalena comienzan las fiestas veraniegas, Navacarros y Candelario se engalanan, el 15 de agosto nos espera Vallejera y tal vez Valdesangil, sobre el 24 San Bartolo monta la de Dios, es una cita obligada y Becedas coincide en fechas con La Hoya donde ponemos fin al verano. En ese tiempo garduños, zorros, ratones, lobos y otros animales de la zona vamos cambiando de escenario según marca el calendario festivo.

En la infancia todo empezaba con un partido de fútbol a las cinco de la tarde. Los pueblos rivales se preparaban para el acontecimiento. Gran despliegue. Los padres acompañaban a sus cachorros. Tras la caminata a pleno sol por los atajos entre pueblo y pueblo o en los coches de moda de la época, las chicas orgullosas de sus chicos les animábamos como auténticas cheerleaders. Si perdíamos la culpa era del árbitro y si ganábamos volvíamos a casa con el ego por las nubes, rabiosos de contento entonando el "y si somos los mejores bueno y qué, bueno y qué" ¡qué tiempos aquellos! Empezaban los ochenta.

Ya son las siete. Ducha, bocata y a baaailar. Otra vez los atajos y los Renault 8, Ochocientos cincuenta y algún que otro Supermirafiori en fila llenos de chicos y chicas con ganas de fiesta. Y así, de atajo en atajo, de partido en partido y de fiesta en fiesta pasan los años y llegan otras rivalidades.

Y el pasodoble que no para. "guapaa, guapaa, y...guapaaaaaa"

Llegan los amores de verano y Cupido manda. Ya no hay manada que valga.
Como el angelito de las flechas se empeñase en que te tenías que enamorar de alguien del otro pueblo, estabas perdido. Te pasabas todo el año esperando a que sonase el pasodoble más "molón" y a ser posible el más largo, para acercarte a tu presa en el momento adecuado y balbucear un tímido "¿bailas?" y si te decía que no... pa'qué queremos más. La noche fastidiada y a esperar otro año. Aunque siempre quedaba la última oportunidad de agarrarte a quien te había rechazado cuando empezaba a amanecer y la pachanga más pachanguera aturdía los oídos de cualquiera menos los tuyos que estabas ahí ensimismado por la sonrisa de tu cunchunflún que no te sonreía a ti pero a ti te lo parecía. Y volvías a casa tan contento. Y con ganas de intentarlo de nuevo.

A la noche siguiente, otra vez el pasodoble y otra vez la preguntita que conseguías hacer a duras penas después de perseguir a la pobre niña, que te saludaba educadamente cuando te veía pero que en cuanto podía se rodeaba de los de su pueblo para ponértelo más difícil, si cabe.

Esto era en el caso del lobo enamorado de la luna que si no salía airoso era animado y consolado por sus amigas de toda la vida y por algún que otro cubata.

En el caso de loba buscando pretendiente no era muy distinto. Te ponías el mejor de tus modelitos para marcar la diferencia y las pinturas de guerra para no pasar desapercibida. Y esperabas ese "¿bailas?" para mover las caderas al ritmo de esa música de pueblo que hoy tanto me gusta recordar. Y las plazas se llenaban de risas alborotadas por algo más que el pasodoble. Había algo de magia en aquellos veranos. La juventud, supongo.

Desde entonces, las hojas del calendario no han dejado de caer y las ganas de fiesta son distintas. Disfruto de los pasodobles, sí. También de los más largos, pero ahora dejando sitio en la pista a las grandes figuras del pueblo, esas parejas que bailan que da gusto. Que no sólo no han perdido el compás con el paso del tiempo sino que han rejuvenecido en sus bailes. En los dos mil, tengo otra perspectiva de la pista de baile que veo llena de grandes tradiciones, pequeños dando sus primeros pasos y jóvenes risas alborotadas que me dan una envidia que me muero. Así que no me queda más remedio que tomarme una copa con mis amigos, moverme a medio gas y esperar que alguno se atreva a sacarme a bailar.
Y...claro que bailo.

sábado, 23 de julio de 2011

Un lobo, dos lobos, tres lobos

La Hoya, agosto 2004 © Carmen GL
"Quién teme al lobo feroz, al lobo, al lobo" canturreaba Caperucita Roja mientras los Tres Cerditos huían de otro feroz de cuento. Hay lobos de terror, de dibujo animado y de cine. Lobos de turrón y lobos disfrazados de cordero. ¡Ojo, con estos! Los salvajes están en peligro de extinción, pero, por lo visto hace mucho, mucho tiempo abundaban por estas tierras ahora pobladas por una manada muy particular y de especial interés para mí: los lobos de La Hoya.

Hoyanos, hoyenses y hoyosos son los gentilicios que aparecen en el libro Gentilicios españoles de Tomás  de la Torre Aparicio quien también recoge la acepción de lobos como apodo para las gentes de La Hoya. Así pues, con este me quedo. Y no me lo quedo porque sí. Hasta ahora ignoraba otra denominación de origen y lo de ser lobo, mola.

Siempre he sido loba. No de nacimiento pues mi ciudad natal es Madrid, pero mira que me gustan los veranos y otros ratos libres en el pueblo y aúllo de rabia cuando algo malo pasa y de alegría cuando disfruto con los otros lobos: mis amigos,  esos que conozco de toda la vida, los mayores, los pequeños, los hombres, las mujeres y si me apuras incluyo en el lote a los perros-lobos y las vacas-lobas, los burros, ya desaparecidos y hasta del cura he disfrutado en sus mejores momentos.

Así que, sí... soy loba y tengo un lobito, al que a sus cuatro años le encanta el pueblo. ¡Uf, menos mal!

Como si se tratase de un acuerdo pactado, hemos sido muchos los que nos hemos lanzado a la experiencia de ser padres al mismo tiempo y hemos conseguido aumentar considerablemente el número de lobos en la manada. Hubo un tiempo no muy lejano en el que la tristeza parecía apoderarse del pueblo. Daba la sensación de que la vida se le apagaba. Los inviernos se hacían largos y en los veranos, aunque siempre divertidos, se echaba de menos el reir de los lobeznos que ya habían crecido. Llegaban nuevas crías pero con cuentagotas hasta que, por pura cuestión generacional, se desató un babyboom que ha llenado el pueblo. ¡Qué alegría y qué lío! Pero vamos a ver, ¿tú de quién eres? La historia se repite y ahora soy yo la que tiene que preguntar a los pequeños por su familia.

Todos estos personajes irán desfilando por este blog con cariño, convirtiéndose en los protagonistas de mis historias.

El alcalde, el ex alcalde, el cartero, mis amigas y amigos, sus padres y los míos, mi hijo y los suyos, los nuevos habitantes del lugar, los que ya no están, otra vez el cura, el perro Jaleo....y el mismísimo Espíritu Santo, patrón de todos los lobos, incluído el alcalde, que (vaya por Dios) es garduño.

domingo, 17 de julio de 2011

En tiempo de maricastaña

Por aquello de empezar por el principio, rebobino en el tiempo y me detengo a mediados del siglo XIX. No porque yo viviese en esa época, ovbiamente, ni porque mis bisabuelos hayan contactado conmigo vía medium (tan de moda en la actualidad televisiva) sino porque lo primero que conozco de mi querido pueblo data de 1846-50. Cuando Pascual Madoz escribió el Diccionario Geografico-estadístico-histórico de España y sus posesiones en ultramar y dejó esta descripción de La Hoya llena de palabras en desuso, que te invito a leer si sientes curiosidad por saber cada cuánto se repartía el correo, cuáles eran las enfermedades comunes de la época, cuál era su población, el número de almas, cómo se pagaba al maestro, la extensión de sus cultivos en fanegas o que el presupuesto municipal ascendía a 1,500 reales.
Casi un siglo y medio después, en el año 2009 el presupuesto fue de 36.330,00€. ¡Echa cuentas!
La Hoya en el diccionario Madoz Tomo IX pag 243